Edna Jaime

¿Se acabó la robadera?

Dice López Obrador que se acabó la robadera. Esto no es cierto, lo que es más probable es que ésta se encubra mejor sin los mecanismos dispuestos para detectarla.

El combate a la corrupción fue una de las promesas más potentes con las que AMLO llegó a la Presidencia. Hastiados los mexicanos de los abusos de la clase gobernante, le dieron el sí al presidente que consideraron honesto.

La corrupción es un fenómeno que no se registra, que se detecta por los órganos del Estado que tienen funciones de vigilancia o por medios de comunicación u organizaciones sociales que tienen agudeza para investigar tramas imbricadas que implican abusos de poder o robo al erario. El gobierno de Enrique Peña Nieto encontró tres cosas que lo distanciaron de gobiernos anteriores de su partido: instituciones mejor capacitadas para detectar la corrupción (recuerde el lector que la ‘estafa maestra’, una de las tramas de corrupción más sonadas en la era de Peña, inició con informes de la Auditoría Superior de la Federación ASF), medios de comunicación (algunos de ellos) con libertad para hacer trabajo independiente y organizaciones civiles más fuertes y eso permitió, si bien no un marcaje completo de su gobierno, sí la difusión de historias de corrupción que nos conmocionaron.

Dice AMLO que se acabó la robadera. Esto no es cierto. Lo que es más probable es que ésta se encubra mejor. ¿Cómo poder detectarla si los mecanismos dispuestos para ello fueron debilitados? La ASF se entregó al presidente. El Instituto de Transparencia ha sido amenazado cada día de la administración que está por concluir. La Secretaría de la Función Pública hizo su trabajo con tal sigilo que se hizo irrelevante. Y la Fiscalía Anticorrupción se quedó minúscula en sus capacidades y ambiciones. A esto se suman las múltiples excepciones a la Ley de Transparencia que frenan el acceso a la información en la obra pública de alto riesgo por montos y escala, al estar declaradas sin fundamentación como asuntos de seguridad nacional. TODOS los mecanismos anticorrupción desactivados. Y algunos medios y organizaciones de la sociedad civil, puestos en el banquillo de los acusados como enemigos del pueblo.

En estas condiciones recibirá la virtual presidenta electa el bastón de mando. Sin los radares para detectar la corrupción. Sin mecanismos para que pueda obligar a los integrantes de su equipo a trabajar con lealtad a ella y, sobre todo, a la ley. Los mecanismos de control de poder son incómodos para quienes deben sujetarse a ellos, pero son útiles para quienes son cabeza de gobierno. Puedo suponer que a la próxima presidenta le interesa tener un gobierno cuyos integrantes se ciñen a la letra de la ley, que sean efectivos en sus propósitos y no le fallen. Asumirá que la cercanía con ellos y su récord pasado son suficientes para garantizar lo anterior. Pero no lo es. Además de buenas personas, se necesita de mecanismos que disuadan de actos fuera de la ley. Hoy no existen.

Claudia Sheinbaum ha sido crítica de las reformas anticorrupción que se emprendieron en el sexenio de Peña Nieto. No la hemos escuchado hacer una defensa de las instituciones que controlan la corrupción, ni del órgano garante de transparencia. Tampoco se expresa con alguna propuesta sobre la instancia de más peso en la lucha anticorrupción, que es la Fiscalía General y las estatales. Por lo planteado en sus propuestas de campaña, ofrece una oficina bajo el techo de la propia Presidencia para el control de la corrupción. Y me permito plantear que hay un toque de candidez en esta propuesta. Podrá disponer de una silla junto a la de ella para quien considere su ‘zar anticorrupción’, pero, ni sentado junto a ella, tendrá los hilos para poder identificarla y sancionarla. Necesita activar los mecanismos que están hechos para ello. Y tendría que devolverle fuerza a todas las instancias que fueron drenadas de esa capacidad.

La alternativa es corrupción, como la hemos tenido siempre. Los presidentes superpoderosos del pasado la administraban. Los presidentes de los últimos lustros, ya sin los mecanismos de control político a su alcance, la miran sin poder hacer nada o ni se enteran (el caso de García Luna lo ilustra).

La próxima mandataria tiene que reconsiderar el sistema anticorrupción que se quedó a medias, con los cambios que considere necesarios porque el diseño fue inadecuado. Lo necesita. Si no lo hace, su gobierno será uno más del montón. Tan corrupto como los anteriores, escondiendo la ilegalidad porque no la pudo atajar.

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