La autora es directora de México Evalúa .
El título de este artículo lo tomo prestado de Javier Sicilia. Seguramente pronunció estas palabras infinidad de veces, a lo largo del periplo que emprendió por el país tratando de despertar nuestras conciencias frente a la estela de dolor que dejaba la crisis de violencia de entonces. Era 2011. Y la realidad mostraba su cara más cruel, producto de la violencia perpetrada por los grupos criminales, sí, pero también del abandono por parte de los agentes del Estado. En sus caravanas por distintas zonas, Sicilia recogió el testimonio de muchas personas que fueron tocadas por la violencia, pero nunca atendidas por alguna instancia del Estado mexicano. A estas muchas víctimas se les negó el derecho más elemental: conocer la verdad.
Estamos en 2019. Ocho años después mueren más mexicanos en términos absolutos y también en los relativos. Ocho años después seguimos viendo actos de crueldad insólita. Y la lista de personas desaparecidas sigue creciendo. Ocho años después seguimos palpando la profunda debilidad del Estado, incapaz de desmantelar las redes criminales. Vaya, la efectividad de nuestras fiscalías para resolver casos complejos es casi inexistente.
Pero hay algo todavía más inquietante: a diferencia de 2011, la violencia hoy nos deja impávidos. No hay un movimiento o expresión articulada que plantee una agenda viable para poder, eventualmente, encontrar la salida a la cárcel de crueldad. Nos hace falta un Javier Sicilia, un Julián LeBarón, y muchos otros que engrosaron las caravanas por la paz que. Movidos más por la intuición que por la estrategia –dicho por los propios líderes–, lograron cambiar la conversación de entonces. Pudieron desafiar el argumento dominante, aquel que nos quería convencer de que la violencia era resultado inevitable, incluso previsible, de una estrategia que buscaba menguar el poder de los grandes cárteles criminales. Y que eso bien valía "los daños colaterales".
¿Hoy quién toma la palabra? ¿Quién interrumpe el monólogo del poder? Entre 2011 y el presente se diluyeron los reclamos, se debilitaron los grupos que querían impulsar un enfoque distinto en materia de seguridad. Perviven la crítica desesperada –que también sirve, por supuesto– y los grupos de víctimas que con esfuerzos desarticulados buscan justicia, reparación o, al menos, saber cómo y en dónde acabaron los suyos. Pero esto no es suficiente para mover la voluntad política hacia un espacio que permita repensar cómo hacemos frente al tremendo reto.
La presidencia de AMLO es contradictoria. Su triunfo generó una genuina esperanza de cambio de rumbo; una expectativa de que utilizaría mejores instrumentos en la lucha contra el crimen y por la pacificación. En campaña parecía que él y sus colaboradores tenían un interés genuino por las víctimas y por la justicia. Nada de esto ha sido incorporado en los programas de gobierno. Y la enorme legitimidad de su triunfo y la propia postura presidencial frente a las incipientes iniciativas ciudadanas hace que éstas se vean inválidas, sospechosas o promovidas por intereses contrarios a su gobierno –es decir, son interpretadas en clave de disputa política–. De ahí lo contradictorio. Es un gobierno que prometía mucho, pero en los hechos no cambia nada sustantivo y, peor, deslegitima cualquier voz que no sea la propia o la de los grupos cercanos.
No puedo imaginar a este presidente sentado en una mesa con actores sociales relevantes, incluidas las víctimas, discutiendo cuál podría ser la ruta para enfrentar la crisis.
En la carta de condolencias que Sicilia le envía a LeBarón le dice: "La espantosa masacre que la comunidad de los LeBarón acaba de sufrir me hace preguntarme si no es tiempo de que el pueblo de México –del que tanto habla ahora el actual presidente– vuelva a congregarse para sentar al poder, no a exigirle, sino a obligarlo a realizar una verdadera política de verdad, justicia y paz…"
No puedo estar más de acuerdo: eso es lo que nos toca como ciudadanos. Tomar la responsabilidad que nos corresponde para exigir respuestas efectivas contra la violencia y en la atención a las víctimas. Nuestros silencios nos hacen cómplices de lo que hoy ocurre.
En aquellas comunidades, ciudades o espacios en los que los ciudadanos se organizan para plantear demandas legítimas, la autoridad responde. Así ha sucedido en los contados casos en los que se ha mitigado la violencia y el crimen. Son pocos, porque los mexicanos no nos sentimos con derecho de influir en los asuntos públicos y defender el acceso a derechos básicos. Esto es más verificable en comunidades donde han prosperado agentes intermediarios que dosifican la provisión o el acceso a algún bien o servicio público. El clientelismo, como forma de intercambio entre el gobierno y el ciudadano, ha dejado una huella muy onda que no permite hoy plantear una exigencia como la que Sicilia imagina.
Pienso que para devolverle dignidad a esta nación necesitamos ciudadanos dignos. Y esto implica que los mexicanos nos reconozcamos como sujetos de derechos y con legitimidad de sobra para intervenir en lo público y articular exigencias claras a los gobiernos. Sin ese tipo de ciudadanía, no esperemos un cambio de rumbo.