Edna Jaime

Los distintos raseros de la decencia

La nueva titular de la CNDH parece que se avergonzó de verse inmiscuida en un manejo legislativo desaseado. Por eso, alguien más le levantó la mano en la toma de protesta.

Los senadores, que en un proceso atropellado alzaron la mano de Rosario Piedra Ibarra para apresurar su toma de protesta, arrastraron su honorabilidad. Y ella –quizá al principio con titubeos–, consintió que alguien le levantara la mano para hacer un juramento que debió darse en un espacio de dignidad, y no en uno de grotesco mayoriteo. Esas son las formas de la cuarta transformación, a la que no le importan los medios para alcanzar los fines. ¿Qué fines? Esta es una pregunta que debemos hacernos, porque no se perfila un proyecto de reconstrucción institucional que consolide nuestra democracia. ¿Poder, para qué? Esta pregunta también debe servir como marco de análisis que nos ayude a entender lo que sucede.

La candidatura de Rosario Piedra Ibarra de entrada parecía interesante. Reconozco que su cercanía con el presidente y su partido rompía con los cánones de la sana distancia en un órgano que tiene en su esencia el control del poder, sobre todo del Ejecutivo. Pero también pensaba que su vida había estado marcada por los efectos muy concretos del abuso de poder. Una desaparición forzada, la de su hermano, que no tuvo nunca un esclarecimiento cabal, menos una reparación. Esto, suponía yo, le confería una sensibilidad aguda que podía compensar los déficits de su perfil para ocupar esta posición y su malsana cercanía con el presidente.

La vida de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) no ha sido siempre impoluta, así que los ofendidos por la candidatura y posterior nombramiento no pueden (podemos) decirse burlados por primera vez. La Comisión ha tenido años de sumisión, porque el poder encuentra maneras de filtrarse en las instituciones que lo controlan, para colonizarlas y matizar su actuación a su favor. Pero también ha disfrutado de años con liderazgos que rompen amarras y le dan estatura a la institución –así fueron, creo, los años de Luis Raúl González Pérez.

Los derechos humanos son un territorio casi sagrado. El Estado mexicano y sus instituciones deben encontrar en ellos un límite absoluto a su autoridad, esto es, no pueden hacer nada que los vulnere. Pero también le dan razón de ser. Delegamos al Estado la más delicada y sofisticada tarea: velar por esos derechos y garantizar el acceso a los mismos.

Lo que ha ocurrido en México en los últimos años rebasó por completo la capacidad del Estado para protegerlos. Nos cayó de súbito una losa pesada, la de la violencia y el crimen, y aplastó nuestra débil institucionalidad. El país enfrenta una crisis de derechos humanos desde hace tiempo. El agravante es que son agentes del Estado los que perpetran parte de estas violaciones, o por lo menos las consienten o toleran. No hablo solamente del grado de letalidad de nuestras fuerzas del orden, que es alto, sino también de desapariciones forzadas, aquéllas que el Estado ejecuta por estrategia, por negligencia o ambas. También por lo que tolera: penales en los que gobiernan las organizaciones criminales y en los que se cometen atrocidades. Si ampliamos los derechos a otros ámbitos más allá de la seguridad y la integridad de las personas, la lista de la deuda del Estado con los mexicanos es enorme.

La CNDH tiene que hablar de estos temas y hacer lo que le corresponde: emitir recomendaciones con toda la fuerza que le da su mandato, porque es el instrumento que tiene a la mano. Impugnar leyes y acciones que atenten contra estos derechos e impulsar esta agenda con todo el vigor posible. En estos momentos, particularmente, no puede renunciar a ese mandato. Ni entreverarse con el Poder Ejecutivo en una complicidad o lealtad ciega, como es posible anticipar por algunas expresiones de la ahora designada presidenta.

La nueva titular parece que se avergonzó de verse inmiscuida en un manejo legislativo desaseado. Por eso, alguien más le levantó la mano en la toma de protesta. No ha de ser fácil cambiar de bando súbitamente: pasar del lado de la defensa de derechos humanos al lado de los que ofenden o, al menos, burlan la legalidad. Porque, al parecer, su cargo en Morena la descalifica para el puesto al que acaba de acceder. Pero los políticos, los de mala calaña, no reparan en las exquisiteces del cumplimiento de la ley. Por eso celebraron su hazaña (imposición) con gestos desmedidos.

Y en todo esto el presidente también celebra. Sin reparar en que socavar una institución como la CNDH acabará lastimando su propia legitimidad, aunque la sienta blindada. Porque la realidad en estas últimas semanas le ha mostrado que su modelo de poder no alcanza para lidiar con una realidad tan compleja como la mexicana. Ya no. Y minar las instituciones abre el camino al abuso de poder. Hoy, para él; mañana para alguien más. ¿Esa será su herencia?

Lo que vimos estos días nos probó que el rasero de la decencia está por los suelos. Pero más que la decencia, lo que está en juego es la posibilidad de controlar el poder. Si se debilita lo poco que tenemos para hacerlo, nos espera algo ominoso en este país.

No lo merecemos.

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