Eduardo Guerrero Gutierrez

Gobernadores salientes: ¿cuáles cumplieron en materia de seguridad?

En Baja California Sur y en Guerrero concluyen dos administraciones que ilustran que al menos es posible cambiar el rumbo.

Carlos Mendoza Davis, Baja California Sur. Los Cabos es uno de los lugares más seguros del país. Así lo sugiere, al menos, la edición más reciente de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) del Inegi. De acuerdo con el sondeo, 26 por ciento de la población de Los Cabos se siente insegura, mientras que el promedio para todas las ciudades del país ronda 66 por ciento. La Paz también trae buenos números en percepción de seguridad. En lo que va del año, en todo Baja California Sur únicamente se han reportado 26 homicidios dolosos (5.2 al mes en promedio).

Sin embargo, hace apenas cuatro años Baja California Sur parecía estar condenada a convertirse en una catástrofe más. En 2017 se registraron en promedio 65 homicidios dolosos al mes. En aquel entonces los grupos en disputa –células aliadas a Los Dámasos, y luego al CJNG, que le peleaban la plaza a otros grupos vinculados al Cártel de Sinaloa y al antiguo Cártel de Tijuana– armaban balaceras, levantaban gente y dejaban cuerpos colgados en lugares visibles. Como en tantos otros lugares del país, sabían que las autoridades no intervendrían.

Afortunadamente, en Baja California Sur no se minimizó la violencia criminal. Tampoco hubo resignación. A lo largo de toda la administración de Mendoza Davis se mantuvo una relación activa de trabajo entre el gobierno estatal y la Federación. En abril de 2017 llegaron mil 400 elementos federales, lo que permitió contener la crisis. La administración de Mendoza Davis también cultivó una relación de trabajo estrecha con agencias norteamericanas, por medio del Consejo Asesor de Seguridad en el Extranjero (una instancia del Departamento de Estado que apoya al sector privado estadounidense). Se lograron varias detenciones clave. Es claro, por la drástica reducción de los incidentes de violencia a partir del segundo trimestre de 2018, que la estrategia dio resultado y que grupos criminales que operan en el estado optaron por moderar su conducta.

Héctor Astudillo, Guerrero. Cuando Héctor Astudillo asumió la gubernatura, en septiembre de 2015, Guerrero ya era, desde tiempo atrás, un desastre. Un año antes la desaparición de los estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa evidenció el grado de control criminal que prevalecía en el estado, e hizo insostenible que el gobernador Ángel Aguirre concluyera su periodo.

Guerrero está todavía muy lejos de convertirse en un lugar seguro. Sin embargo, es justo reconocer que las cosas mejoraron durante los años de Astudillo. Los homicidios dolosos disminuyeron 33 por ciento y, al menos en Acapulco y en la capital del estado, se ha ido recuperando una cierta tranquilidad.

Tal vez el mayor acierto de Astudillo haya sido reconocer que las autoridades locales, por colusión o por miedo, simplemente no iban a hacer frente a las mafias que operan en prácticamente todo el estado (y que también habían infiltrado a la policía y la fiscalía estatales). En este contexto, Astudillo optó por convertir al Grupo de Coordinación Guerrero, con participación del gobierno federal, en el espacio por excelencia para la toma de decisiones, y de dejar la seguridad de las principales ciudades, al menos en momentos clave, en manos del gobierno federal. Esta estrategia generó los márgenes necesarios para avanzar gradualmente en un complejo proceso de depuración policial.

De esta manera, en 2017 se intervino para detener a varias decenas de delincuentes que, de acuerdo con Astudillo, operaban como “falsos” policías (con uniforme y armamento oficial), y que controlaban la corporación municipal de Zihuatanejo. En 2018 tocó el turno a Acapulco, donde elementos federales desarmaron a la policía municipal y asumieron las funciones de seguridad pública, pocos días antes del relevo en el ayuntamiento. Finalmente, en marzo de este año se decidió desarmar a la policía de Iguala.

Ante la dramática situación de inseguridad que se vive en el país desde hace más de una década es difícil no caer en el fatalismo. Sin embargo, en Baja California Sur y en Guerrero concluyen dos administraciones que ilustran que al menos es posible cambiar el rumbo y que existe una ruta viable hacia la gradual pacificación del país.

Por supuesto, hace falta mucho más de lo que se hizo en estas dos entidades (se trata de estados con poblaciones relativamente pequeñas, donde fue posible lograr un cambio gracias, en buena medida, a la intervención de instituciones del gobierno federal, no a un trabajo de largo alcance de creación de capacidades locales). Sin embargo, es importante resaltar que la voluntad política para poner fin a la violencia –o para mantener la paz ahí donde existe, como fue el caso de los gobernadores de Campeche, Querétaro y Tlaxcala– es un factor central para iniciar el proceso de pacificación.

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