Eduardo Guerrero Gutiérrez

El sucesor de Trump

Greg Abbott está llenando el vacío que Trump dejó en un momento en el que la popularidad del presidente demócrata, Joe Biden, anda por los suelos.

Hace apenas algunos meses, pocos mexicanos identificaban a Greg Abbott. El gobernador republicano de Texas era una figura política primordialmente local. Sin embargo, Abbott, que buscará reelegirse en noviembre próximo, ha encontrado el camino para ganar notoriedad: tomar posiciones antiinmigrantes cada vez más radicales. Se trata de una fórmula sumamente eficaz. En cierta medida Abbott está llenando el vacío que Trump dejó en un momento en el que la popularidad del presidente demócrata, Joe Biden, anda por los suelos.

El discurso de Abbott es simple. Acusa a la administración Biden de abrir de par en par las fronteras, y de esta manera ocasionar una inédita oleada de migrantes. La realidad es que, con Biden, la política migratoria de la Casa Blanca ha sido relativamente cautelosa. Por un lado, se ha intentado revertir algunas de las restricciones más duras que se impusieron durante el gobierno de Trump. Sobre todo, Biden ha optado por defender un programa, conocido como DACA, que protege de la deportación a más de medio millón de migrantes que llegaron a Estados Unidos siendo niños.

Por otro lado, a raíz de una demanda interpuesta por los gobiernos de Texas y de Missouri, en diciembre pasado se restableció Remain in Mexico. Esta política obliga a los migrantes que llegan desde México, en busca de asilo, a permanecer al sur de la frontera hasta que sus solicitudes sean procesadas. Además de los factores que orillan a la población a salir masivamente de países como Honduras y Haití, Remain in Mexico explica en buena medida la crítica situación migratoria que hemos vivido en México en los últimos años.

Abbott exagera cuando dice que las puertas de Estados Unidos están abiertas. El problema es que el gobernador no se queda en las palabras ni en una mera estrategia de litigios. El 8 de abril Abbott puso en marcha un programa de inspección fronteriza, vehículo por vehículo, que en principio tenía el propósito de evitar el ingreso de migrantes. En los hechos no se encontraron migrantes escondidos en los tráileres. Las inspecciones, además de ocasionar caos en los principales cruces fronterizos y pérdidas millonarias para los transportistas, sólo sirvieron de pretexto para negar el acceso a vehículos con supuestas fallas mecánicas. Las inspecciones también detonaron una carrera entre los gobernadores del lado mexicano por lograr acuerdos con Abbott, en los que los primeros se comprometen a poner en marcha sus propios programas de revisión.

El problema parecía resuelto, pero en días recientes Abbott volvió a la carga. Está buscando la forma de recortar el acceso de los migrantes al sistema educativo e incluso amenazó a fines de abril con declarar que en Texas había una “invasión”. Sería una declaratoria sumamente inusual (no me viene a la mente ningún otro caso en que un país o jurisdicción se declare formalmente invadido por migrantes sin estructura militar y que, en su inmensa mayoría, van desarmados). Al parecer, con esta declaratoria –de muy dudosa legalidad– Abbott podría ordenar a la policía de Texas realizar redadas y deportaciones de migrantes (algo que, en principio, es facultad exclusiva del gobierno federal).

En México, el conflicto con Abbott tiene una peculiar dimensión política. Los cuatro estados que hacen frontera con Texas casualmente constituyen el principal cinturón opositor del país. Chihuahua tiene gobernadora panista, Maru Campos. Coahuila es uno de los pocos ‘bastiones’ priistas que quedan (y, como comentaba la semana pasada, el gobernador Miguel Ángel Riquelme ha dado algunos buenos resultados en materia de seguridad). Samuel García, el gobernador de Nuevo León, no sólo es de Movimiento Ciudadano; por su edad y su perfil, es prácticamente la antítesis de AMLO. Ya ni hablar de Tamaulipas, donde el panista Fransico García Cabeza de Vaca lleva meses bajo investigaciones de la FGR.

Que los gobernadores de oposición fueran los que resolvieran el primer embate de Abbott a principios de abril probablemente no gustó, ni en Palacio Nacional ni en la Cancillería. Desde entonces Abbott se ha convertido en uno de los blancos predilectos de la comunicación incendiaria de AMLO, quien primero dijo que la política del texano consistía en “chicanadas”. Luego, en el marco del 5 de mayo, volvió a referirse a Abbott. Dijo que era deshonesto, e incluso pidió que se reprodujera el corrido “Somos más americanos”, de los Tigres del Norte (el corrido recuerda a los ‘gringos’ que los invasores fueron ellos).

En parte AMLO tiene razón. Las acciones de Abbott tienen motivaciones electoreras de la mayor mezquindad, pues juegan con el destino de cientos de miles de migrantes que buscan escapar de la miseria y la violencia. El tono provocador del Presidente incluso puede caer bien, y si las palabras vinieran de un activista serían inobjetables. Sin embargo, desde la perspectiva de un jefe de Estado, simplemente no ayudan a resolver el problema. Los personajes como Trump y como Abbott no van a desaparecer. Es necesario lidiar con ellos, sin servilismo pero con serenidad. Sus exabruptos antiinmigrantes empeoran la tragedia humana y, como vimos con las inspecciones en Texas, pueden paralizar el comercio bilateral. También ponen en jaque a las autoridades migratorias mexicanas, ya de por sí completamente rebasadas, a la Guardia Nacional y ahora incluso a las corporaciones estatales. Desafortunadamente, me temo que el estira y afloja con Abbott seguirá en los próximos meses.

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