Eduardo Guerrero Gutiérrez

El drama Cassez-Vallarta: más que una novela criminal

El caso Cassez-Vallarta no sólo confrontó a los gobiernos de México y Francia, sino que, a la fecha –y a pesar del trabajo de abogados y periodistas brillantes– sigue siendo un enigma.

Hace casi 17 años se transmitió por televisión abierta la captura “en vivo” de Florence Cassez e Israel Vallarta, una de las múltiples pifias de las instituciones de seguridad pública a las que los mexicanos nos hemos ido acostumbrando. El drama Cassez-Vallarta es una de las historias más fascinantes que pueda concebirse desde un enfoque periodístico. No sólo involucra a algunos de los personajes más siniestros del aparato de seguridad, como Genaro García Luna y Luis Cárdenas Palomino, no sólo confrontó en su momento a los gobiernos de México y Francia, sino que, a la fecha –y a pesar del trabajo de abogados y periodistas brillantes– sigue siendo un enigma. La hipótesis de que el montaje fue un escarmiento del empresario Eduardo Margolis contra el hermano de Florence no ha podido demostrarse, e Israel Vallarta continúa, sin sentencia, en el penal del Altiplano.

Sin embargo, me parece que el caso Cassez-Vallarta es mucho más que un episodio novelesco. Fue una advertencia, grave pero oportuna, que los mexicanos decidimos ignorar. La detención ocurrió en un momento emblemático; diciembre de 2005. Podríamos decir que con esa detención la democracia mexicana cerró su primer lustro. Por aquel entonces iniciaba la recta final del sexenio de Vicente Fox y un proceso electoral que sería el más competido y polémico de la historia reciente del país.

Paradójicamente, en aquel entonces la seguridad pública no parecía un asunto crítico, al menos no como se le considera ahora. Los secuestros de alto perfil eran la preocupación central en materia de seguridad. De ahí la importancia que tenía para el ambicioso titular de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI), Genaro García Luna, demostrar eficacia en la materia. El 9 de diciembre de 2005, García Luna y su equipo hicieron algo que al parecer no era nada fuera de lo común, ni para las corporaciones de seguridad y procuración de justicia, ni tampoco para los medios de comunicación: una manipulación de los hechos que a los primeros les servía para presumir un golpe contra el secuestro (el arresto de la ficticia banda Los Zodiaco), y a los segundos para dar una nota de rating elevado.

Desde muy temprano en la evolución del caso quedaron claras las violaciones sistemáticas al debido proceso y a los derechos de los inculpados. Sin embargo, la opinión prevaleciente fue que el montaje y el abuso policial que se iban revelando, por graves y descarados que fueran, eran peccata minuta frente a una acusación de secuestro.

De lo que los mexicanos no quisimos darnos cuenta en diciembre de 2005, ni en los años siguientes, fue que, a pesar de la alternancia política, habíamos mantenido intactas instituciones de seguridad pública y de procuración de justicia del viejo régimen. Estas instituciones estaban acostumbradas a actuar de forma arbitraria y a seguir consignas políticas, pero tenían capacidades técnicas muy limitadas. Incluso eran malísimas para fabricar culpables. Las inconsistencias en los testimonios contra Florence Cassez e Israel Vallarta, y el propio montaje organizado por Cárdenas Palomino, rayan en el ridículo. Las policías que teníamos en aquel entonces, y que en buena medida seguimos teniendo en 2022, sólo podían ser medianamente funcionales en un contexto de autoritarismo político, de baja incidencia delictiva y de prensa chayotera.

Más allá de la novela criminal, el problema de fondo que llevó al montaje del caso Cassez-Vallarta es la debilidad de las instituciones mexicanas para generar inteligencia, y luego integrar investigaciones sólidas de delitos. La realidad es que las autoridades sólo detienen de forma más o menos excepcional a delincuentes como resultado de una investigación. Actualmente, sólo una de cada cinco personas que están en prisión fue detenida con orden de aprehensión. El resto son detenciones en flagrancia o en supuesta flagrancia, como la de Florence e Israel.

Cuando hacia 2008 fue claro que las instituciones del país no estaban listas para responder al creciente desafío de la violencia criminal, nuevamente decidimos ignorar las lecciones del caso Cassez-Vallarta. Las autoridades se fueron por el camino fácil: gastar más. Creció el reclutamiento de elementos, así como las compras de equipo y los cursos de capacitación. Sin embargo, no se tomaron las decisiones difíciles (i.e., remociones, sanciones, creación de nuevas reglas) que hubieran sido necesarias para erradicar el uso de la tortura, el falseo de declaraciones, y los otros vicios y simulaciones arraigados en las instituciones policiales y de procuración de justicia.

La intervención masiva de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública ha sido, en última instancia, una consecuencia más de las carencias que se hicieron evidentes desde el caso Cassez-Vallarta. Por un lado, porque los abusos que muchos mexicanos hemos sufrido de cerca han hecho que las policías sean instituciones impopulares, y también han hecho políticamente muy atractivo el despliegue del Ejército. Por otro lado, porque no hubo de otra. Sin capacidad para investigar y detener conforme a derecho, el uso de la fuerza parece el único recurso frente a la violencia criminal.

COLUMNAS ANTERIORES

La reforma que todos, al parecer, querían
¿Un milagro en Zacatecas?

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.