En México, como en muchos otros países, la violencia de género se ha convertido en uno de los fenómenos que más repudio genera. Cada mes son asesinadas en todo el país alrededor de 250 mujeres. De estos asesinatos, una cuarta parte se investiga como feminicidios. Sin embargo, los criterios para clasificarlos como tales son a todas luces inconsistentes entre las entidades federativas. En 2021 algunos estados, como Sinaloa y Durango, clasificaron la totalidad de los asesinatos de mujeres como feminicidios. En contraste, sólo 21 de los 349 asesinatos de mujeres registrados en Baja California (apenas 6 por ciento) se investigaron como feminicidios.
Hasta ahora, la lógica noticiosa ha sido que, de los cientos de asesinatos de mujeres y feminicidios que ocurren cada año, un pequeño número de casos concentra prácticamente la totalidad de la atención de los medios de comunicación. Casos como el de Debanhi Escobar, y en los últimos días el de Ariadna Fernanda López, han recibido una gran cobertura en la prensa nacional. También tenemos otros casos que han tenido importantes repercusiones en el estado donde ocurren, como el feminicidio de Valentina, presuntamente cometido por un estudiante de la Universidad Autónoma de Querétaro, que detonó un paro de actividades de un mes en dicha universidad.
No me cabe duda que una de las cosas que hoy en día más preocupa a los gobernadores, a los fiscales, a los secretarios de Seguridad Pública, a los rectores de las universidades –y junto con ellos un largo etcétera de funcionarios– es que en sus ámbitos de responsabilidad se registre uno de estos feminicidio de “alto impacto” mediático. Las autoridades saben que, si les llega a tocar uno de estos casos, quedará al descubierto la gran vulnerabilidad que padecen las mujeres y, sobre todo, las enormes limitaciones que todavía prevalecen en lo que concierne a las capacidades para atender a las víctimas, para investigar y para hacer justicia.
Los feminicidios de alto impacto mediático han visibilizado la violencia contra las mujeres que, desafortunadamente, todavía es generalizada en muchos ámbitos laborales, escolares y domésticos. Sin embargo, también es importante subrayar que se trata de casos esporádicos e impredecibles, que, en buena medida, se difunden en virtud de la determinación de los colectivos feministas, así como de los familiares y amigos de las víctimas.
Me temo que, en respuesta a esta dinámica, varias autoridades han entrado en una lógica de control de daños, que no abona a la solución de fondo del problema. Esto es lo que vimos la semana pasada, en el penoso intercambio de acusaciones mutuas entre autoridades capitalinas y la Fiscalía General del Estado de Morelos en torno al caso de Ariadna Fernanda (la joven que fue vista con vida por última vez en la CDMX, pero cuyo cuerpo fue abandonado en la carretera a Tepoztlán).
Por un lado, es indispensable que las fiscalías construyan mejores capacidades para investigar con seriedad todos los feminicidios. La cobertura que reciben los feminicidios de alto impacto mediático al menos sirve para tener una discusión sobre los avances y las deficiencias del sistema de procuración de justicia para realizar investigaciones con perspectiva de género. En este sentido, un primer paso es que, en los hechos, se sigan de manera consistente criterios para identificar aquellos asesinatos de mujeres que, de acuerdo con los indicios disponibles, se cometieron en razón del género de las víctimas. Es un primer paso que está lejos de cumplirse a cabalidad.
Por otro lado, también es indispensable una atención integral a la violencia de género. Algo que no lograremos si sólo examinamos la forma como las fiscalías procesan un puñado de casos con alta cobertura mediática. En la mayor parte de los feminicidios los agresores son personas del círculo inmediato de las víctimas, sus maestros o vecinos, sus compañeros de trabajo, sus “amigos”, sus parejas y familiares. La violencia letal contra las mujeres, cuando es cometida por hombres cercanos o conocidos de las víctimas, suele ir precedida de hostigamiento y agresiones de menor alcance.
Incentivar la denuncia y la intervención eficaz ante estas agresiones, que son casi cotidianas, es la verdadera clave para combatir la violencia de género de manera integral, incluyendo los feminicidios. Por lo tanto, necesitamos voltear a ver otras aristas del fenómeno, no sólo las pifias del Ministerio Público al momento de integrar una carpeta de investigación por feminicidio.
Al respecto, es central la labor que desempeñan las unidades de género de las corporaciones policiales, que ahí donde existen pueden apoyar cada semana a decenas o cientos de mujeres en situación de vulnerabilidad. También es central las medidas que toman las autoridades escolares y las áreas de recursos humanos de las empresas, para investigar y sancionar los casos de hostigamiento. Si no complementamos la lógica de control de daños con medidas de prevención, las tragedias se seguirán acumulando.