Eduardo Guerrero Gutiérrez

Una oportunidad para corregir el rumbo

En el actual contexto de crisis, la prisión preventiva oficiosa funciona como un paliativo que permite, al menos de vez en vez, anunciar ‘un golpe’ importante.

La semana pasada, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) dictó una sentencia que podría ser un parteaguas para nuestro aparato de seguridad y justicia. En el fallo –que parte del caso de Daniel García y Reyes Alpízar, quienes permanecieron 17 años en prisión sin sentencia– la Corte IDH ordena al Estado mexicano adecuar su marco jurídico, empezando por la Constitución, para eliminar la prisión preventiva oficiosa.

Se trata de un tema polémico. En septiembre del año pasado, la SCJN analizó un proyecto para acotar dicha figura. El Ejecutivo, que en 2019 impulsó la ampliación del catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa, hizo saber su rechazo al proyecto. Incluso se supo posteriormente, dentro de la filtración conocida como Guacamaya Leaks, que el día que inició la discusión del proyecto, Arturo Zaldívar, ministro presidente de la SCJN en aquel entonces, desayunó nada menos que con los titulares de Sedena, Semar, SSPC y de la FGR. Al final, el proyecto para replantear la prisión preventiva oficiosa solamente obtuvo cuatro de los ocho votos que necesitaba para ser aprobado.

Con el fallo de la Corte IDH, inevitablemente se abrirá nuevamente el debate sobre la prisión preventiva oficiosa. En el gobierno (tanto en el actual como en los anteriores) prevalece la opinión de que esta figura, a pesar de ser cuestionable desde una perspectiva de derechos humanos, es una herramienta indispensable en el combate a la delincuencia. La posición oficial, de acuerdo con un comunicado de Segob y de la Consejería Jurídica de la Presidencia, es que se trata de un mecanismo fundamental para asegurar que los presuntos delincuentes no se sustraigan de la acción de la justicia, considerando que detenerlos implica “un gran esfuerzo del Estado en recursos, inteligencia y despliegue de fuerzas”. Esta será la idea que algunos funcionarios intentarán vender en las próximas semanas. Se trata, en mi opinión, de una falacia evidente.

Nadie, ni el más garantista de los promotores del derecho humanitario, pretende eliminar a rajatabla toda forma de prisión preventiva. Lo que se ha buscado, tanto con el proyecto que la SCJN rechazó, como ahora, con el fallo de la Corte IDH, es acotar el carácter oficioso (entiéndase automático e indiscriminado) de esta medida. Para poner las cosas en perspectiva, vale la pena revisar algunas cifras. En México, del total de la población penal, alrededor de 40 por ciento no ha sido sentenciada. En contraste, sólo 8 por ciento de personas bajo alguna forma de reclusión en Estados Unidos no ha sido sentenciada. No sólo eso. El uso de la prisión preventiva varía de forma dramática de una entidad federativa a otra. En algunos casos, las variaciones podrían reflejar disparidades en el grado de desarrollo institucional de los sistemas de procuración de justicia. De acuerdo con el más reciente cuaderno de información estadística penitenciaria nacional, en Chiapas y en Oaxaca la proporción de personas en reclusión por delitos del fuero común que no han recibido sentencia ronda 54 por ciento, mientras que en la Ciudad de México dicho porcentaje cae a 27 por ciento.

La prisión preventiva oficiosa no sería una pieza importante dentro de la política de seguridad si México se hubiera dado a la tarea de construir instituciones de procuración de justicia robustas. Es algo que señalo frecuentemente; llevamos tres lustros obsesionados con la idea de contar con más fuerza pública (llámese policía, Gendarmería a Guardia Nacional). Reclutar más elementos policiales, o crear cuerpos enteros de la nada, es caro, pero desde el gobierno es atractivo porque da la sensación de que se logra un avance relativamente rápido. En contraste, hemos dejado relativamente olvidado al Ministerio Público, cuyo fortalecimiento, además de caro, es probablemente más tardado.

Por lo mismo, en lugar de articular una verdadera estrategia de seguridad, a partir de denuncias y de la persecución penal de los delincuentes que hacen más daño, confiamos en que los problemas de inseguridad y la violencia se resuelvan a partir del despliegue policial y militar en las calles, de los operativos rastrillo y las detenciones al por mayor por portación de armas y drogas.

Las autoridades no quieren renunciar a la prisión preventiva oficiosa por varias razones. Sin embargo, la más importante es que, en el actual contexto de crisis, funciona como un paliativo que permite, al menos, de vez en vez, anunciar “un golpe” importante: un operativo con varias decenas de detenidos (poco importa que a ninguno se le pueda probar mayor cosa). Es la morfina que permite al enfermo hacer llevadero el dolor, aguantar un poco más, y de esta forma posponer una cirugía riesgosa y cara, pero necesaria. La sentencia de la Corte IDH abre una ventana de oportunidad para corregir el rumbo, para abandonar de una buena vez una práctica abusiva y que, en el largo plazo, desincentiva que las autoridades desarrollen verdaderas capacidades de investigación.

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