Hace quince días describía en este espacio la difícil coyuntura en la relación bilateral con Estados Unidos en materia de seguridad. Más que nunca nuestros vecinos nos necesitan, sobre todo para frenar el flujo de fentanilo, una droga de una letalidad escalofriante, que ha dado lugar a una terrible crisis de salud pública al norte de la frontera. El gobierno de AMLO no ha estado a la altura de las circunstancias. No ha podido o no ha querido dar un apoyo que resulta indispensable para atajar la crisis de nuestro principal socio, a cambio del cual podría negociar recursos estratégicos para resolver los enormes desafíos de seguridad que persisten en el ámbito doméstico.
Sin embargo, la ausencia de una colaboración estrecha con Washington no se explica solamente por la falta de visión, la desidia y la retórica patriotera del gobierno mexicano. Como ya ha ocurrido en el pasado, la DEA –la agencia del Departamento de Justicia, responsable de encabezar el combate al narcotráfico– ha desempeñado, de un tiempo acá, un papel tóxico para las relaciones bilaterales.
Mientras escribo este texto (el domingo 7 de mayo), un simple vistazo a la página de inicio del portal de la DEA (https://www.dea.gov/) basta para entender cuál es la narrativa que la agencia antidrogas busca imponer en torno al fentanilo. Un banner fijo, que ocupa prácticamente la totalidad de la pantalla, anuncia los resultados del operativo Última Milla. Se trata de una serie de acciones eminentemente locales que la DEA ejecutó, de manera conjunta con departamentos de policía, y que llevó al arresto de cientos de narcomenudistas que operaban por medio de redes sociales. Sin embargo, en el banner también se aprecia una imagen completamente desvinculada de la naturaleza del operativo: un mapa de México y Estados Unidos, en el que los estados de Jalisco y Sinaloa aparecen coloreados y son el punto del cual irradian decenas de líneas que se extienden hacia todos los puntos el territorio estadounidense.
El mapa simboliza una narrativa que la DEA, y especialmente su titular, Anne Milgram, buscan imponer a golpe de anuncios de decomisos de cientos de miles de pastillas en la frontera, ruedas de prensa y apariciones en Fox News. El mensaje es que el fentanilo “es llevado a la Unión Americana por los dos cárteles mexicanos, Sinaloa y CJNG, punto”. Se trata de una explicación deliberadamente burda (que ignora que las cadenas de tráfico de drogas no son controladas por un liderazgo unificado, sino por una multiplicidad de actores que operan de manera autónoma) y fundada en supuestos cuestionables (para empezar, que no hay producción ilegal de fentanilo en Estados Unidos o en terceros países distintos a México).
Dentro de esta lógica, la reciente decisión de centrar la atención en Los Chapitos, probablemente, responda a un cálculo del impacto mediático de ir en contra de los hijos del narcotraficante más famoso del mundo, más que a una valoración seria del papel que éstos desempeñan dentro las numerosas facciones que integran el enorme paraguas que se conoce como Cártel de Sinaloa (la semana pasada circuló una carta, atribuida a los propios Chapitos, que, en términos generales, busca explicar eso).
Otorguemos, sin conceder, que actualmente Los Chapitos y el CJNG dominan el tráfico transnacional de fentanilo y que, como dice Milgram, controlan toda la cadena de suministro, desde la obtención de precursores químicos en China, pasando por la producción en México, hasta su venta en Estados Unidos. Incluso si ese fuera el caso, es ingenuo pensar que, si ambas organizaciones logran ser desarticuladas, no surgirían otras que las reemplacen, como ha ocurrido invariablemente desde que Estados Unidos inició hace 50 años la guerra contra las drogas.
De hecho, la narrativa de que la crisis de fentanilo es en esencia una conspiración de los cárteles mexicanos es un reflejo de los instintos de supervivencia de la DEA, ante su inevitable desgaste. Al respecto, es importante recordar que se trata de una agencia repleta de cuestionamientos y escándalos, y que opera bajo una doctrina igualmente cuestionable de combate al tráfico de drogas, a partir de una estrategia meramente punitiva. Sin embargo, desde el punto de vista de los intereses de la DEA, es una estrategia de comunicación eficaz, que apela al miedo y profundiza el sentido de alarma, que apunta a un enemigo extranjero y claramente identificable, y que reposiciona a la DEA como una agencia que desempeña una misión clave para salvaguardar el bienestar de las familias norteamericanas. El problema es que esta narrativa inevitablemente propicia la confrontación con el gobierno mexicano, más aún por la debilidad del Presidente hacia los Guzmán, a quienes, probablemente, considera un factor de estabilidad, indispensable para evitar un escalamiento de la violencia en el noroeste del país.