Eduardo Guerrero Gutiérrez

Así es, en Guerrero los alcaldes deben pedir permiso

La alcaldesa de Chilpancingo podría estar en una situación de alto riesgo, en caso de que aún no haya asistido al segundo encuentro que le solicitaron ‘Los Ardillos’.

Gran revuelo causó la semana pasada la difusión de unas imágenes y una grabación en las que la alcaldesa de Chilpancingo, Norma Otilia Hernández Martínez (acompañada de su esposo), sostiene una reunión en un restaurante de Quechultenango con (aparentemente) Celso Ortega Jiménez, jefe de Los Ardillos, importante banda regional con presencia en 22 municipios de Guerrero, dedicada al narcotráfico, narcomenudeo, extorsión y trata de personas. Los Ardillos tienen, como brazo armado, el acompañamiento de la “policía comunitaria Por la Paz y Justicia”.

Una vez que las imágenes y el audio del encuentro fueron difundidos, la alcaldesa Hernández Martínez confirmó que esa reunión se había celebrado, pero hace tiempo, cuando arrancó su administración en 2021. Hernández agregó que en ese encuentro no se había fraguado “un pacto con la delincuencia”. Para quienes conocen la dinámica política de Guerrero, este tipo de encuentros entre autoridades municipales y líderes criminales son comunes, pues como el exgobernador Héctor Astudillo lo reconoció varias veces en su gestión, los alcaldes son presionados y amenazados cotidianamente por el crimen organizado para cooperar, e incluso colaborar, con ellos.

No sólo eso, para contender en las elecciones los alcaldes en funciones, o los aspirantes a alcaldes, saben que “hay que subir” (así dicen) con los jefes criminales para que les den el visto bueno. La frase “hay que subir” ilustra claramente el estatus de los capos como instancias superiores de decisión sobre quiénes podrán (y quiénes no podrán) competir en las siguientes elecciones. La máxima no sólo aplica a los políticos de los municipios más pobres y pequeños del estado, como quizás imaginaría usted, sino también a la clase gobernante de los municipios más grandes y poblados como Chilpancingo, Iguala, Tlapa, Taxco y Chilapa. Los casos de Acapulco y Zihuatanejo escapan a esta lógica pues albergan centros turísticos de talla internacional que merecen una atención estrecha por parte de las fuerzas de seguridad federales.

Unos días antes de difundir las imágenes y el audio, el 23 de junio, Los Ardillos abandonaron unos cadáveres mutilados de cinco hombres y dos mujeres en Chilpancingo con cartulinas en las que formulaban amenazas contra la alcaldesa, un síndico y un agente de la Policía Ministerial. “Saludos Presidenta Norma Otilia, sigo esperando el segundo desayuno que me prometiste después de venirme a buscar”, decía el texto de una de las cartulinas. El mensaje fue, entonces, muy claro, si la alcaldesa no se presentaba próximamente a una reunión con el jefe criminal de Chilpancingo, entonces podría correr la misma suerte de aquellas personas que fueron asesinadas y cuyos cadáveres fueron exhibidos en la vía pública días atrás. Los recientes atentados contra la alcaldesa de Pilcaya, Sandra Velázquez, en agosto de 2021, y contra la alcaldesa de Juan R. Escudero, Diana Costilla, en diciembre de 2022 (en los que murieron un total tres escoltas y tres más resultaron heridos), ejemplifican las agresiones a las que están expuestos aquellos presidentes municipales que no se plieguen a las órdenes de los grupos criminales. De modo que Hernández Martínez podría estar actualmente en una situación de alto riesgo, en caso de que aún no haya asistido al segundo encuentro que le solicitaron Los Ardillos.

Si bien durante la administración de Héctor Astudillo (2015-2021) los homicidios en Guerrero disminuyeron considerablemente, la estrategia para lograrlo no se basó en acciones de fortalecimiento institucional en los sectores de seguridad o procuración de justicia, ni tampoco en una política de desarticulación sistemática de grupos criminales (los pocos criminales arrestados eran liberados poco después, tras un breve periodo de negociación), menos aún en una estrategia de prevención social que mermara la gran capacidad de reclutamiento criminal que poseen las bandas guerrerenses.

La estrategia consistió más bien (como está quedando claro) en el establecimiento de esquemas de cogobierno a nivel municipal, entre las autoridades formales y las mafias dominantes en cada región. En la zona centro de la entidad, por ejemplo, donde se ubica Chilpancingo, la banda más poderosa es Los Ardillos (que cuenta con el apoyo de la aún más poderosa La Nueva Familia Michoacana). En Chilpancingo, sin embargo, Los Ardillos han tenido que compartir el control territorial, a través de la intermediación de la Iglesia, con Los Tlacos y con una banda de aparición reciente llamada Los Jaleacos. El control territorial que ejercen estos grupos en Chilpancingo es tal, que actualmente varios diputados locales y alcaldes de Tierra Caliente no pueden visitar Chilpancingo (los legisladores deben sesionar vía remota) porque su entrada a la capital está prohibida por Los Tlacos. Mediante extensos grupos de taxistas, Los Tlacos han sido capaces de “controlar” las entradas a Chilpancingo vía carretera.

Así pues, la administración de los mercados criminales, tal como la orquestó Héctor Astudillo, puede ser efectiva para reducir temporalmente los homicidios, pero tiene una desventaja colosal: estimula la expansión silenciosa de las mafias e impulsa su eventual simbiosis con las élites políticas locales. Esto no sólo les permite cogobernar con las autoridades electas, sino también les abre las puertas de los partidos políticos para incursionar en la arena electoral.

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