Eduardo Guerrero Gutiérrez

Chiapas: la pesadilla paramilitar que viene

El crimen organizado ha expandido sus actividades hacia el ámbito rural en estados y municipios donde las capacidades institucionales son menores.

La semana pasada, los hechos registrados en Frontera Comalapa y municipios aledaños –una región que por días estuvo paralizada por el conflicto entre el CJNG y el Cártel de Sinaloa– acapararon la atención de los medios. Esta difícil situación, y la resistencia del Presidente para aceptarla, fueron también el tema central de las conferencias de prensa mañaneras en Palacio Nacional. Sin embargo, la crisis de violencia en Chiapas no es un problema de los últimos días. Hace poco más de un año publiqué en este espacio un texto titulado Otra vez, Chiapas es una bomba de tiempo. Desde entonces ya advertía sobre los mismos fenómenos que se han salido de control en las últimas semanas: los desplazamientos forzados, las desapariciones de personas y los bloqueos carreteros, con su efecto devastador sobre la economía local.

Lo que ocurre en Chiapas es resultado de una evolución de largo plazo, que hemos observado por lo menos durante los últimos tres lustros. Cuando las crisis de violencia criminal estallaron, en el verano de 2008, éstas se concentraron en algunas regiones y ciudades clave para el tráfico trasnacional de drogas, sobre todo al norte del país. Tijuana y Ciudad Juárez fueron los ejemplos más claros de estas crisis tempranas. Un poco después la violencia golpeó fuerte el noreste, incluyendo la Zona Metropolitana de Monterrey.

En las ciudades del norte, generalmente con más recursos, las autoridades han logrado recuperar el control, o al menos mantener a raya algunas de las actividades más nocivas de la delincuencia (después de miles de muertos y varios años de zozobra). Desafortunadamente, el crimen organizado ha respondido expandiendo sus actividades hacia el ámbito rural y hacia estados y municipios donde las capacidades institucionales son menores. En esos contextos los grupos criminales se enquistan y resulta extremadamente difícil limitar sus operaciones, al grado que llegan a convertirse en el gobierno de facto. Esta situación ha prevalecido por años en la Tierra Caliente de Guerrero, Michoacán, Morelos y el Estado de México. Ojalá me equivoque, pero todo apunta a que lo mismo va a ocurrir en Chiapas, donde el problema no sólo no se resolverá, sino que tenderá a agravarse en los próximos meses. Hay tres factores que abonan a ello.

El primero es que el tráfico de migrantes es un negocio fabuloso y, al parecer, inagotable. Ni el CJNG ni el Cártel de Sinaloa, ni las mafias locales con las que operan, están dispuestos a soltar a esta gallina de los huevos de oro.

El segundo son las elecciones del próximo año, en las que no sólo se renovará la gubernatura, sino también los ayuntamientos de los 124 municipios del estado. Ambas coaliciones criminales, Jalisco y Sinaloa, van a intentar imponer gente afín a sus intereses. Casi con certeza tendremos, además de agresiones a candidatos, violencia armada entre comunidades o bandos políticos rivales. En muchos municipios hay hondos conflictos locales. La presencia de grupos armados los potencia, como ocurrió este fin de semana en Altamirano.

El tercero, y más importante, es que en el Cártel de Sinaloa ya le tomaron la medida al gobierno. Se dieron cuenta de que cultivar una base social es la clave para operar de forma impune. Las autoridades rara vez actúan cuando se percibe que quien bloquea una carretera, quema negocios o secuestra funcionarios, forma parte de “la comunidad”. En Aguililla, entre otros municipios de Michoacán, los criminales se han apoyado en este esquema para mantener incomunicadas algunas localidades, a veces por semanas. El esquema, al parecer, se está replicando con éxito en Chiapas.

En este sentido, no es gratuita la demostración de supuesto apoyo popular que el Cártel de Sinaloa recibió en Frontera Comalapa hace algunos días. En Chiapas, la estrategia del Cártel de Sinaloa es de paramilitarismo, financiar grupos armados, que son bien vistos por algunos empresarios y por algunos sectores de la población (hartos de los abusos del CJNG, la organización que se percibe actualmente como la más agresiva).

En resumen, el panorama es desolador. La situación es crítica, y no tiene visos de mejorar. Así lo señalan los periodistas que hacen trabajo de campo en Chiapas, los empresarios que mueven mercancía en el estado y cualquier vecino de las localidades afectadas. Lo que se ha hecho hasta ahora –mandar en ocasiones más elementos de la Guardia Nacional– no ha funcionado. Si no se plantea una solución de fondo, el próximo año se podría vivir una situación similar a la que se registró en Michoacán a principios de 2013, cuando dicho estado estuvo al borde de una guerra civil.

COLUMNAS ANTERIORES

Actores y estrategias
El reality

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.