En la recta final de este gobierno, cuando hacemos un primer balance de la gestión lopezobradorista en materia de seguridad, los logros distinguibles son escasos y magros: una moderada baja del homicidio a nivel nacional (esto, en lo referente a la esfera del crimen organizado) y una importante caída de algunos tipos de robo, especialmente el relativo a vehículos (esto, en lo que toca a la dimensión de los delitos callejeros). Estos dos parecen ser los logros más significativos de la presente administración. Y cuando nos asomamos a la zona de los fracasos, el desfile es más nutrido: epidemia nacional de ‘cobro de piso’ y desaparición de personas, además de una abrumadora expansión de la presencia geográfica de las organizaciones criminales, la cual se traduce, a veces, en férreo control territorial por parte de los cárteles nacionales y las mafias regionales. Ni qué decir del avance de la penetración del crimen en los procesos electorales, como quedó claro en los comicios de 2021. En este ámbito, por cierto, la cereza que está por colocarse en el pastel es la que aportarán capos y caciques durante este 2024, con lo que se anuncia como incontenible aluvión de violencia político-electoral por la celebración de un proceso en el que se votarán cerca de 21 mil cargos.
Ahora bien, alrededor de la cotidiana violencia y conflictividad social en casi todos los rincones del país, hay un fenómeno que asombra: el inmutable silencio que las autoridades guardan sobre los aterradores crímenes que acontecen a diario y que saturan las plataformas de noticias a lo largo del país: enfrentamientos armados, masacres, ataques a policías y soldados, quemazones de vehículos, rafagueos a edificios públicos y negocios a pie de calle, levantones de personas y reclutamiento forzado de jóvenes, entre otros. ¿Qué tienen las autoridades que decir ante todas estas atrocidades? Nada. De vez en cuando un escueto comunicado en el que la autoridad lamenta los hechos, da el pésame a familiares de las víctimas y promete dar con los culpables. De vez en cuando, también, un pronunciamiento de las autoridades en la mañanera presidencial, donde recientemente AMLO ha criminalizado, sin justificación, a algunas víctimas, tras indicar que el motivo de algunas masacres ha sido el vínculo de los asesinados con la venta o consumo de drogas.
Este silencio cotidiano de las autoridades ante la violencia y las agresiones del crimen; esta mudez oficial ante un convulsionado escenario nacional; esta omisión de los gobiernos para explicar e interpretar eventos terribles, para señalar presuntos culpables, para acusar complicidades y acuerdos inconfesables, obedece a un factor poderosísimo, pero casi nunca señalado por los analistas: el miedo. Miedo a incomodar o hacer enojar al crimen. Miedo a captar la atención de un capo y ser inscrito en su lista negra. Miedo a ser condenado por una mafia en una de sus incontables mantas o cartulinas. Miedo a ser levantado y ejecutado. Así, los gobernadores declaran diariamente sobre las escuelas construidas y los hospitales inaugurados, pero sufren amnesia cuando hay que referirse a las últimas desapariciones o fusilamientos colectivos o hallazgos de fosas clandestinas. Después del asesinato de su hermano, Rodolfo Torre Cantú, candidato a la gubernatura de Tamaulipas, por un comando armado en junio de 2010, su hermano Egidio lo relevó y ganó las elecciones. Se trató de alguien que gobernó encerrado en el Palacio de Gobierno, con escasas apariciones públicas, temeroso de que también lo asesinaran. Más recientemente, Enrique Alfaro, gobernador de Jalisco, ha declarado que se dedicará a asuntos privados una vez que concluya su encargo. ¿Será que lo que le sucedió a su antecesor, Aristóteles Sandoval, ejecutado aparentemente por un cártel, lo hizo cambiar de opinión sobre cómo combatir al crimen y qué nuevo rumbo darle a su futura trayectoria profesional? No lo sabemos con certeza, pero pareciera que (justificadamente) varios gobernadores tienen temor, ya no digamos de confrontar a los grupos criminales, sino de siquiera referirse a ellos. No sea que se vayan a enojar. En Chiapas, Tamaulipas, Baja California, Durango, Sinaloa, Sonora, Guerrero, Colima e Hidalgo, por ejemplo, gobiernan autoridades que, por sus crónicos silencios en materia de seguridad, parecen sentirse altamente vulnerables frente al crimen. El mismo presidente de la República, con su retórica de “abrazos no balazos”, sus gestos de cortesía con miembros de familias criminales, y sus alusiones a Estados Unidos como principal interesado en combatir a algunas organizaciones criminales, pareciera enviar el mensaje de que el combate a la delincuencia es un asunto ajeno a su voluntad.
¿Qué hacer entonces con el crimen organizado cuando las más altas autoridades políticas del país temen combatirlo? ¿Qué hacer cuando las encuestas indican que la inseguridad es la principal preocupación de la ciudadanía y nuestros gobernantes prefieren no hablar de ese tema? ¿Cómo podremos sortear este miedo generalizado que los grupos criminales han impuesto en el país?