La próxima presidenta de la República tendrá una tarea delicada: llegar a un buen entendimiento con las Fuerzas Armadas. Los soldados llevan ya muchos años en las calles. En tiempos de Calderón y Peña Nieto se hizo necesario el despliegue masivo de elementos para hacer frente a los ‘brazos armados’ del Cártel de Sinaloa, de los Beltrán Leyva, de Los Zetas y, más adelante, del Cártel Jalisco Nueva Generación y de una pléyade de mafias regionales. El Ejército y la Marina le entraron al quite, junto con la Policía Federal que fue reclutada al vapor en aquellos años.
Este esquema era profundamente disfuncional. Siempre hubo desconfianza –justificada frecuentemente– de los mandos militares hacia los civiles. Además, las Fuerzas Armadas estaban insatisfechas con el marco legal y constantemente buscaban la aprobación de reformas que blindaran su intervención. También intentaban frenar sistemáticamente las investigaciones en contra de los elementos militares que cometían abusos.
AMLO resolvió parcialmente estas tensiones al desaparecer la Policía Federal y crear la Guardia Nacional, una institución militar para cualquier efecto práctico. En el actual gobierno también se ha promovido que mandos militares asuman el control de instituciones civiles, desde el Centro Nacional de Inteligencia hasta algunas policías estatales, pasando por las aduanas y los aeropuertos. AMLO ha recompensado generosamente el apoyo militar no sólo con puestos, sino también con recursos presupuestales y con el control sobre varios de los principales proyectos de inversión pública. Esta transferencia de responsabilidades y recursos ha sido colosal. Durante el actual sexenio, el presupuesto de Sedena creció 121 por ciento en términos reales, y este año una quinta parte del gasto de inversión en infraestructura será ejecutado por las Fuerzas Armadas.
El papel protagónico del Ejército polariza a la opinión pública. Hay quienes consideran que, para bien o para mal, existe un ‘ADN militar’, algo así como una marca indeleble, que hace a los soldados inherentemente honorables, o que los convierte en robots de exterminio. No comparto esa visión. Las Fuerzas Armadas tienen una tradición y una estructura bien cimentadas. Por lo tanto, son menos vulnerables a los caprichos personales de sus mandos. No me imagino que un secretario de la Defensa pudiera concentrar tanto poder y ejercerlo de forma tan arbitraria como hizo García Luna en la Policía Federal. Las Fuerzas Armadas también son más herméticas y más reticentes al cambio. De los 45 generales de división en activo, a la fecha no hay una sola mujer. Fuera de eso, el Ejército es más o menos como cualquier organización. Sus integrantes son seres humanos, con ambiciones y debilidades.
No creo que la próxima presidenta, independientemente de que sea Sheinbaum o Gálvez, desee seguir por el camino de la militarización del Presupuesto y del Estado mexicano. Es un camino costoso, y que en el largo plazo erosiona el poder real para la clase política de la que ambas forman parte. La tendencia de largo plazo será buscar un nuevo trato, más equilibrado, con las Fuerzas Armadas.
El problema es que la presidenta negociará desde una posición de desventaja. La semana pasada escribía sobre la importancia de recuperar el control del territorio. En muchos estados, las Fuerzas Armadas son, en la práctica, el único recurso que el gobierno tiene para hacer frente a la amenaza criminal. Por ejemplo, de acuerdo con el monitoreo de arrestos de alto perfil que coordino, sólo hay nueve entidades federativas donde la policía estatal o municipal participa en un alto porcentaje de estas detenciones. En el resto del país la Guardia Nacional o el Ejército son los principales responsables de los operativos de captura. La tendencia de los últimos años a construir cuarteles militares al por mayor acentúa esta dependencia.
No se trata de buscar un rompimiento ni de plantear una rápida retirada de las Fuerzas Armadas. Ésa es una ilusión y sería como darse un balazo en el pie. Todavía necesitaremos a los militares en las calles por varios años más. Sin embargo, la expansión de la Guardia Nacional y la transferencia de recursos a las Fuerzas Armadas tendrá que detenerse en algún momento. La seguridad debe volver a ser, en primera instancia, una responsabilidad de las policías civiles en los estados y los municipios.
¿Cómo gestionar esta transición? No será fácil. Todas las organizaciones se acostumbran al poder y al presupuesto. Aun así, se podría empezar por demostrar que habrá un cambio en algo crucial. El Ejército frecuentemente tiene que mandar tropas a atender crisis en estados y municipios donde las autoridades locales están completamente coludidas con los criminales. Es tiempo de que, cuando éste sea el caso, haya consecuencias políticas y legales para las autoridades cómplices.