El pasado martes, en una escueta carta, los fiscales responsables de la investigación contra el general Salvador Cienfuegos anunciaban la sorpresiva decisión de retirar los cargos. En la carta no se hace mención alguna a la inocencia o culpabilidad del acusado. Tampoco se hace referencia a la solidez de las pruebas o el cumplimiento de los requisitos para continuar con la investigación en Estados Unidos. La decisión fue estrictamente política, al menos si nos remitimos a lo que dice la carta: '... sensitive and important foreign policy considerations'. En español, más que traducir, lo podemos interpretar como 'presiones del gobierno mexicano'. La jueza Carol Amon, que llevaba el caso, tardó un solo día en acceder a la inusual solicitud de que se retiraran los cargos, apenas el tiempo necesario para asegurarse de que la instrucción venía desde arriba, de la oficina del fiscal general William Barr, quien seguramente actuó con visto bueno del presidente Trump. Así termina, sin llegar a ningún lado, el golpe más audaz que la DEA haya jamás intentado contra una autoridad mexicana.
Algo me queda claro. AMLO y Marcelo Ebrard operaron fuerte para el regreso a México de Cienfuegos, y lo hicieron porque a su vez se toparon con una enorme presión de la cúpula militar. Sospecho también que esa presión, disfrazada de patriotismo y de honor agraviado, es un triste indicio, que apunta a que muchos generales que conservan posiciones de responsabilidad estaban en extremo preocupados de lo que el exsecretario Cienfuegos pudiera revelar si continuaba el juicio.
El problema es que el tema no se acaba con el regreso de Cienfuegos a México. Trump abandonará la Casa Blanca en enero, pero el desastre que deja no tendrá solución en el corto plazo. La detención de un exsecretario de la Defensa mexicano era una decisión de la mayor gravedad, que sólo debió tomarse con el terreno preparado y si había la determinación para llegar hasta las últimas consecuencias. Después de un golpe así no se puede hacer borrón y cuenta nueva. Hoy es claro que los estadounidenses se precipitaron. No midieron las consecuencias. No vieron venir la reacción que el arresto causaría al sur de la frontera. No pensaron en un escenario en el que Trump perdiera las elecciones y le resultara conveniente ceder a una última petición del gobierno de AMLO (y de paso, privar a Biden de una pieza que podría resultar clave para una nueva estrategia contra los cárteles mexicanos).
Además, tengo conocimiento de que Trump y el fiscal general William Barr se echaron para atrás sin informar siquiera, ya no digamos consultar, a los funcionarios que pasaron meses o años intentando armar el rompecabezas, acechando a Cienfuegos y esperando el momento oportuno para su detención. Esos mismos funcionarios, que ahora se sienten traicionados, y que seguramente seguirán en la agencia antidrogas durante el gobierno de Biden. La DEA tomó nota de la operación de las autoridades mexicanas para salvar a Cienfuegos. Y Biden está tomando nota de que el gobierno de México se ha esperado a reconocer su triunfo hasta que Trump lo disponga. Difícilmente quedará la mínima dosis de confianza y buena voluntad necesarias para colaborar pronto en una nueva política conjunta de combate al narcotráfico.
En México, muchos piensan que el regreso de Cienfuegos es una reivindicación y hasta un triunfo frente a una odiosa intromisión norteamericana. Lo sería, si la DEA y el Departamento de Justicia hubieran fracasado en su encomienda de acreditar la culpabilidad del exsecretario. Si Cienfuegos de verdad regresara limpio. Desafortunadamente, no llegamos a ese punto. Tampoco veo en México las condiciones para investigar en serio el problema que a todos nos debería de preocupar: si Cienfuegos y otros altos mandos del Ejército efectivamente han colaborado con el crimen organizado. Lo peor del caso es que, si efectivamente hay contubernio entre altos mandos militares y criminales, ahora más que nunca los implicados tendrán motivos para sentirse intocables. Por un lado, ya demostraron que, si se lo proponen, y tienen un poco de suerte, pueden incluso torcerle el brazo al Tío Sam. Por otro lado, quedaron advertidos. De ahora en adelante bastará con evitar los viajes a Disneylandia.
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