Eduardo Guerrero Gutierrez

Condiciones mínimas para la paz

Es un error señalar que en México el desafío es primordialmente de seguridad pública, y que para resolverlo bastaría con fortalecer las policías locales .

Ya tenemos algunas cifras para los primeros tres meses del nuevo gobierno. Los resultados distan mucho de ser alentadores. El país sigue más o menos igual de violento que al final del sexenio pasado (en los últimos tres meses de EPN tuvimos dos mil 410 víctimas de homicidio doloso, y en los primeros tres meses de AMLO hubo dos mil 455). Por otra parte, las denuncias de secuestro aumentaron casi 50 por ciento en los primeros tres meses del nuevo gobierno.

Desafortunadamente, parece haber una confusión sobre la naturaleza de los desafíos de seguridad a los que hacemos frente. Las cifras que utilizamos, y en general el enfoque con las que tradicionalmente se piensa la política de seguridad, ya no corresponden con los fenómenos que observamos. Es un error señalar que en México el desafío es primordialmente de seguridad pública, y que para resolverlo bastaría con fortalecer las policías locales y reproducir los esquemas que han tenido éxito en países desarrollados. Esta es la receta que ya se ha impulsado, con mayor o menor convicción, a lo largo de la última década, y que en términos generales ha sido un rotundo fracaso.

En amplias regiones del país lo que tenemos es un desafío de seguridad nacional, que se debe asumir y atender como tal. Este desafío genera a su vez riesgos tanto en materia de delincuencia, como de viabilidad de actividades productivas e incluso de gobernabilidad (en las pasadas elecciones vimos un número inédito de ataques contra candidatos y podemos afirmar que, al menos en una parte del país, la delincuencia logró incidir en el desarrollo del proceso electoral).

Los eventos escandalosos que vemos todas las semanas en las noticias: los ataques a bares, los asesinatos de policías, el secuestro masivo de migrantes, o los bloqueos y retenes criminales en autopistas, me llevan a pensar que nuestro catálogo de delitos, en especial la división entre delitos del fuero común y del fuero federal, resultan completamente anacrónicos. Estos eventos son mucho más que una mera suma de homicidios, privaciones ilegales de la libertad o de personas que portan ilegalmente armas. Son síntomas de control criminal sobre el territorio. El método para medirlos y para evitar que ocurran tendría que ser distinto.

Otro ejemplo es la extorsión, que se tipifica como un delito del fuero común. Sin embargo, en la modalidad de cobro de cuota, la extorsión la perpetran grupos armados ilegales, que generalmente actúan en contubernio con la fuerza pública local. Hoy en día el cobro de cuota es un fenómeno más o menos aceptado. Sabemos que pagan los antros en algunos destinos turísticos, que en otros lugares pagan los grandes productores agrícolas o los pequeños comercios, y que en algunos pueblos prácticamente todo el mundo paga.

Algo parecido ocurre con los homicidios. Sabemos que alrededor de 60 por ciento de los homicidios dolosos que se cometen en el país, por sus indicios, fueron perpetrados por un grupo armado ilegal, que a su vez representa una amenaza para la seguridad nacional. No son un problema de delincuencia común. Sin embargo, es la agencia del Ministerio Público local la que lleva la averiguación de estos casos (una mera formalidad pues, en los hechos, las miles de ejecuciones que ocurren cada año simplemente no se investigan).

Ante este panorama necesitamos replantear los objetivos y los indicadores de éxito. No podemos seguir pensando que los delitos bajarán y que con ello habrá paz. Éste fue un error imperdonable del gobierno de Peña Nieto, que arrancó con una tendencia positiva en materia de incidencia delictiva, pero que permitió que cientos de mafias se apropiaran de pedazos del país. En los hechos se cedió territorio a los criminales (y a sus cómplices en los ayuntamientos), de forma similar a como se hizo en los 90 en Colombia con la guerrilla. Las consecuencias fueron desastrosas.

Más que seguir pensando en delitos, tenemos que pensar en términos de territorios: aquéllos donde se cumplen condiciones mínimas de orden público y aquéllos donde no. Después habría que reconstruir el principio de autoridad ahí donde ya no existe. Lo anterior implica que se deje de tolerar que circulen 'comandos armados' por carretera (estos comandos son los que permiten a los criminales instalarse en un poblado e intimidar a toda la policía local o perpetrar masacres en lugares públicos). De igual forma, no se puede aceptar que el cobro de cuota sea generalizado (es decir, que los criminales sustituyan al Estado en una de sus funciones más básicas y sean quienes cobren impuestos). Ninguna de estas dos condiciones la pueden restablecer las autoridades locales. Se trata, insisto, de asuntos de seguridad nacional. Sólo en la medida en la que los criminales acepten nuevamente estos límites, o ahí donde ya lo hacen, tendrá sentido hablar de seguridad pública.

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