Eduardo Guerrero Gutierrez

Cuidar a los jueces, vigilar a los jueces

A raíz del asesinato de Uriel Villegas han surgido varios planteamientos sobre medidas que serían necesarias para garantizar la seguridad de quienes laboran en el Poder Judicial.

En México nadie está a salvo. Sabemos eso. Sin embargo, muchos mexicanos todavía queremos creer que podemos contar con que nos cuidan las personas de nuestro entorno inmediato, especialmente en el trabajo. Tal vez eso pensaban también quienes trabajan en el Poder Judicial de la Federación. Los jueces federales (esos que ven casos de delincuencia organizada y que deben dictar sentencia contra los criminales más peligrosos) perdieron esa mínima certeza la semana pasada, con el asesinato en Colima de su colega Uriel Villegas, junto con su esposa.

Como dijo el ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Arturo Zaldívar, el homicidio de Villegas fue un crimen de Estado. Lo más preocupante no es que el Cártel Jalisco Nueva Generación, o quien sea que haya sido, ordenara el cobarde asesinato de un juez federal y de su esposa. El crimen organizado se atreve a eso y más. Lo verdaderamente grave es que queda la sospecha de que los asesinos pudieron haber tenido alguna forma de apoyo o complicidad, así fuera por omisión, de funcionarios del propio Poder Judicial.

Después del homicidio, ocurrido la mañana del pasado martes, no tardó en 'circular' un oficio, fechado el 1 de febrero de 2019, donde el propio Villegas solicitaba que se le retiraran las medidas de protección que tenía asignadas: un vehículo blindado y seis escoltas. Dicha solicitud no deja de resultar extraña. El juez había dictado fallos contrarios a los intereses del CJNG. Ordenó, por ejemplo, el traslado a Puente Grande de Rubén Oseguera, El Menchito, quien posteriormente sería extraditado. No termina de convencer que en esas circunstancias, y por simple comodidad, un juez que conoce de sobra los alcances de los criminales decida prescindir de toda protección oficial. O de plano Villegas se pasó de temerario, o más bien tenía razones para desconfiar de los guardias que le habían asignado, o el oportuno oficio que ahora circula es falso, o alguien lo exhortó o lo presionó para que prescindiera de la escolta.

A raíz del asesinato de Uriel Villegas han surgido varios planteamientos sobre medidas que serían necesarias para garantizar la seguridad –y por lo tanto la independencia– de quienes laboran en el Poder Judicial. Ricardo Monreal mencionó la posibilidad de establecer un sistema de jueces 'sin rostro' (una alternativa que suena contundente, pero que no es infalible y conlleva sus propios riesgos). También se ha hablado de la necesidad de ampliar la seguridad que actualmente se otorga a los juzgadores que llevan casos que involucran a criminales de alta peligrosidad. El Consejo de la Judicatura Federal ya tiene establecidos esquemas de protección y rotación de jueces. Sin embargo, a la luz del caso de Uriel Villegas, es claro que éstos no son suficientes.

Además de evaluar las otras opciones, sería un buen momento para repensar cómo se puede evitar que el Poder Judicial, al menos el de la Federación, quede completamente infiltrado por el crimen organizado (que es lo que los criminales buscan, a fin de cuentas, cuando sobornan, amenazan o matan a un juez). Los controles de confianza han demostrado ser una pésima idea en el caso de los policías. Una de las razones del fracaso es que el volumen de las pruebas que se deben realizar es tan grande, que ha resultado imposible realizarlas con el grado de rigor y detalle que sería necesario. En lugar de la investigación pausada del contexto familiar y de la situación económica de cada elemento (que es lo que hacen las corporaciones serias de otras partes del mundo), en México los controles de confianza consisten primordialmente en una revisión de documentos y en una temida sesión con el detector de mentiras. No extraña que los jueces se hayan resistido a ser sujetos de ese estilo de pruebas (recientemente se intentó en Jalisco, sin éxito hasta donde sé).

Sin embargo, sospecho que –a diferencia de lo que ocurre con las corporaciones de policías y sus decenas de miles de elementos– el Poder Judicial de la Federación podría instrumentar un esquema de certificación justo y riguroso. Uno que no dependiera de un poligrafista que decide discrecionalmente qué pregunta y cómo lo pregunta, sino de una investigación confidencial y a conciencia de las relaciones personales, los ingresos y los gastos de cada funcionario. Lo anterior tendría una doble ventaja. Por un lado, los jueces tendrían mayor certeza respecto a sus colegas (es decir, las personas que están en mejor posición para filtrar a los criminales información sensible sobre su trabajo, o las personas que pueden decidir mandarlos a trabajar, sin escolta, a una plaza de alto riesgo). Ahí donde todos son vigilados, todos son, en principio, confiables. Por el otro lado, los propios criminales sabrían que los funcionarios del Poder Judicial están bien vigilados (y que, por lo tanto, corromperlos no es tan sencillo).

Hay, pues, varias alternativas para responder al asesinato del juez Villegas y de su esposa. Los ministros de la Suprema Corte, y el Consejo de la Judicatura Federal, deberán analizar muy seriamente qué hacer para restaurar la confianza que se perdió. No hacer nada, o dar una respuesta tibia, mandaría el pésimo mensaje de que el Poder Judicial de la Federación ya se resignó a trabajar bajo amenaza.

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