Eduardo Guerrero Gutierrez

Culiacán: problemas inconfesables

Con el fracaso de Culiacán descendimos un peldaño más hacia la barbarie criminal.

Es cierto que el gabinete de seguridad se enredó de más en las explicaciones. Es cierto que la versión inicial que proporcionó Alfonso Durazo –decir que la captura de Ovidio Guzmán ocurrió incidentalmente– resulta tan absurda que sólo generó un enorme descrédito a todo lo que el gabinete dijo después. Es cierto que ha sido lastimoso ver la forma como nuestras Fuerzas Armadas fueron arrolladas por las milicias del Cártel de Sinaloa, y luego escuchar al secretario de Defensa hacer malabares para responder a las preguntas de los reporteros. También es cierto que fue una imprudencia hacer pública la identidad del jefe del Grupo de Análisis de Información del Narcotráfico de Sedena (aunque, para ser sinceros, es información que los criminales seguramente ya tenían, o que podían conseguir fácilmente). Qué decir del Presidente, que sugirió que los reporteros son como perros ingratos, que muerden la mano que les quitó el bozal.

Sin embargo, el problema no es el extraño experimento de comunicación y transparencia que vimos en las mañaneras de la semana pasada. Dudo que las cosas hubieran sido mucho mejores con una explicación más asertiva y más acotada. Simplemente no hay una salida decorosa ante una derrota militar de tal magnitud.

Con el fracaso de Culiacán descendimos un peldaño más hacia la barbarie criminal. Sin embargo, los hechos del pasado 17 de octubre no son un parteaguas. Forman parte de una larga progresión en la que el Estado gradualmente ha cedido terreno ante el poder de fuego de los criminales. Tampoco es la primera vez que el Cártel de Sinaloa deja en ridículo al gobierno. En 2015, la fuga de El Chapo, del penal de Almoloya, colocó al equipo de Peña Nieto en una situación similar: un golpe rotundo, ocasionado por problemas y errores que, de tan graves, resultan sencillamente inconfesables o inadmisibles.

En Culiacán, el primer problema fue que la inteligencia del Cártel de Sinaloa le dio ocho vueltas a la de quienes planearon el operativo de captura. El cártel contó con información en tiempo real de los movimientos del Ejército y muy probablemente tuvo capacidad para infiltrar al gobierno federal (no sabemos si a los propios militares, a la Fiscalía General de la República o a ambos). En contraste, las Fuerzas Armadas actuaron casi a ciegas. Al parecer, a los militares los tomó completamente por sorpresa una milicia de 375 sicarios en 78 vehículos que, de forma casi inmediata, logró interceptarlos en las calles (los números vienen del reporte que presentó Sedena el miércoles pasado).

Un segundo problema inadmisible es que la maquinaria de procuración de justicia estorbó mucho y caminó poco. Históricamente los operativos y capturas se han sustentado jurídicamente, sin mayores escrúpulos, en una combinación de simulaciones y abiertas violaciones al debido proceso. Sin embargo, hoy en día es muy difícil ocultar estas simulaciones y violaciones, y la obtención de una simple orden de cateo puede convertirse en un obstáculo insalvable. El resultado es que las autoridades están atrapadas entre la parálisis y la ilegalidad.

El tercer problema inadmisible, el más grave, es que el Cártel de Sinaloa demostró que son ellos, y sólo ellos, quienes tienen control territorial en la capital de un estado. Como el propio cártel explica en el comunicado que circuló el 18 de octubre, Culiacán es su casa. A menos que se asuma un costo humano enorme, el Ejército no puede desplegarse en esa ciudad capital si el cártel no lo desea. Como quedó demostrado, en un caso extremo, el Ejército ni siquiera puede resguardar las instalaciones donde viven las familias de los soldados. Queda abierta la pregunta de dónde más, en territorio nacional, el control efectivo está en manos de un grupo criminal.

El panorama es desolador. No sólo es culpa de este gobierno, sino de años de malas decisiones y de descuido hacia las instituciones de seguridad y justicia. Sin embargo, más allá de los enredos y las torpezas del gabinete al intentar justificar lo ocurrido, el Presidente nos queda a deber algo importante: una propuesta para corregir el rumbo. Ante la evidencia de que las cosas van de mal en peor, AMLO mira al pasado y nos sale con la cantaleta de que su gobierno es distinto porque no reprime. Es encomiable. También es encomiable que este gobierno se empeñe en dar más alternativas a los jóvenes que no las tienen. Sin embargo, hace falta mucho más que eso. Tenemos enfrente a grupos criminales que en muchos aspectos llevan ventaja sobre el Ejército y que no tienen absolutamente ningún incentivo para desarmarse. No se trata de regresar a la lógica de exterminio, pero tampoco de quedarnos en el pacifismo ingenuo.

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