El viernes de la semana pasada, Héctor Aguilar Camín formulaba en su columna de Milenio una pregunta por demás pertinente en el México de hoy: la índole y la explicación de la persistente violencia que sacude innumerables rincones del país. Al respecto, Aguilar Camín señala que decir que hay violencia como resultado de la guerra del Estado contra los criminales ya no es una explicación suficiente. Yo estudio la crisis de violencia criminal –con datos, pruebas estadísticas, y también a partir de incontables conversaciones con víctimas, funcionarios y con otros expertos– desde que ésta era un fenómeno relativamente nuevo. Mis primeros análisis al respecto se publicaron en 2009. La conclusión central de aquellos primeros estudios fue que, en efecto, la estrategia de cacería indiscriminada de capos, que lanzó el gobierno de Calderón, fue el principal factor que detonó la crisis de violencia criminal que vivimos a partir de 2008.
Considero que esta explicación sobre el origen de la violencia criminal sigue siendo vigente. Hace más de una década una mala estrategia del gobierno propició el escalamiento de la violencia armada. Sin embargo, como señala Aguilar Camín, la confrontación frontal a los grupos criminales, al menos en el ámbito federal, se suspendió formalmente con el arranque de la 4T. Sin embargo, el pacifismo del gobierno no ha tenido el efecto esperado. La violencia sigue imparable. A pesar del "abrazos no balazos", y ahora del "quédate en casa", cerramos mayo con 2 mil 51 ejecuciones. Es una cifra ligeramente superior al promedio mensual para 2018 y 2019 (que han sido los peores años en la historia de México en términos de violencia criminal). Oficialmente se suspendió la guerra. Sin embargo, los balazos siguen.
Hace falta una explicación complementaria, ya no para explicar el origen de la violencia criminal, sino su enigmática continuidad. En mi opinión, el problema, al menos en parte, es que los grupos armados ilegales, una vez que son reclutados, entrenados y armados, cobran vida propia. Son negocios autosostenibles y, como tales, tienden a perpetuarse y a crecer, incluso después de que se extinguen las circunstancias concretas que les dieron origen. En el sur de Italia, por ejemplo, las mafias han existido de forma ininterrumpida desde hace más o menos siglo y medio.
Parte del carácter autosostenible de la violencia es que, como señala con razón Aguilar Camín en su artículo, la violencia criminal ha encontrado nuevas expresiones y, sobre todo, nuevas formas de generar dinero. El cobro de cuota, el huachicol y el robo de carga son los principales ejemplos. El dinero del narcotráfico fue el que financió en su origen a Los Zetas y a los brazos armados del Cártel de Sinaloa y de los hermanos Beltrán Leyva. Sin embargo, los líderes de estos brazos armados con el tiempo buscaron independizarse de sus jefes y desarrollaron nuevos giros de negocio. En eso no se distinguen de los grupos empresariales.
En todo caso, la lección que ninguna autoridad ha querido entender es que hace falta una política específica para incentivar un desarme del crimen organizado. Esta política no consiste en el mero incautamiento de drogas, ni en el uso indiscriminado de la fuerza pública, los arrestos y los abatimientos de capos (como ya se intentó, sin resultado, en el pasado). Sin embargo, tampoco se va a lograr el desarme criminal por medio de iniciativas ingenuas. Los exhortos del Presidente y las acciones en materia social ya han demostrado ser, en el año y medio que AMLO lleva en la presidencia, completamente inútiles.
Por último, vale la pena hacer una distinción entre la violencia de género (que Aguilar Camín también menciona dentro de las modalidades en auge de la violencia criminal) y la violencia que ocasionan los negocios del crimen organizado. El aparente crecimiento simultáneo de ambas nos podría hacer pensar que existe un vínculo estrecho, por ejemplo, entre ejecuciones criminales y feminicidios. Sin embargo, dudo que guarden una relación significativa. Por supuesto, hay casos en el que los cárteles han aprovechado su poder para cometer abusos contra las mujeres. Pienso, por ejemplo, los raptos y violaciones de mujeres –y niñas– michoacanas por parte de Los Caballeros Templarios. Sin embargo, esos casos son sólo una gota dentro del océano de la violencia machista que prolifera en las empresas, las escuelas y los hogares de todo el país.
No podemos ni siquiera afirmar que la violencia de género vaya en aumento, como se podría pensar al revisar la prensa. En esa forma de violencia específica lo que probablemente ocurre es que, en los últimos años, las mujeres han comenzado a derribar algunas de las estructuras para solapar a los violadores y feminicidas, o para encubrir la ineptitud de las autoridades que deberían investigar ambos delitos. Las mujeres se callan menos que antes –y cada vez se callarán menos.