Universidad Iberoamericana de Puebla, Puebla contra la Corrupción e Impunidad.
Muchas veces se escucha a expertos hablar de la importancia de tener contrapesos en el poder público para que las decisiones que se tomen sean mejores. Se habla también que el autócrata intenta constantemente eliminar o cooptar contrapesos reales que obstaculizan su ansia de poder, y que una prueba del grado de autoritarismo depende inversamente de la fuerza de esos contrapesos. Todo eso es correcto.
Pero quizás aún más importante y decisivo para la vida de millones de personas es cuando nos acercamos a los extremos. Por ejemplo, José López Portillo, junto con otras cuatro personas de su círculo más próximo en el que se incluía su hijo José Ramón, tomó la decisión de expropiar la banca mexicana el 1 de septiembre de 1982. No lo consultó con nadie fuera de ese círculo cerrado, no escuchó otras voces que supieron de sus intenciones y que lo instaron a NO tomar esa decisión. No hubo mecanismos institucionales para forzar al presidente a que una decisión de esa envergadura debería tener un consenso mucho más amplio. Con todo el poder, la decisión de López Portillo contó con los aplausos del Poder Legislativo, con la sumisión de la Corte de Justicia, y con la capacidad del PRI de llenar el zócalo para mostrarle al presidente el “apoyo popular” a su decisión.
Las consecuencias fueron de gran impacto. Se truncó el desarrollo de una banca mexicana que sobresalía a nivel internacional, se violó la Constitución y la Suprema Corte de entonces no entró al fondo del amparo promovido por los banqueros; la expropiación le echó leña al fuego para prolongar un largo proceso de estancamiento económico causado por la crisis de la deuda externa. Deterioró gravemente las relaciones del gobierno con el sector privado y con otros grupos de la sociedad. A partir de 1982 se dio la llamada década perdida, en que el PIB apenas creció en los ocho años siguientes al ritmo de la población, y la desconfianza en el gobierno y en el cumplimiento de las leyes con sus consecuencias perduraron mucho más.
En el actual gobierno, Andrés Manuel López Obrador ha logrado acumular y centralizar poder como hace mucho no se veía en México. Con sus mayorías en el Congreso armadas artificialmente, con la cuasi sumisión de la Suprema Corte de Justicia al no resolver acciones de constitucionalidad que trastocan los pilares de nuestra democracia, con toda la fuerza de las instituciones del Ejecutivo y de la Fiscalía General de la República para perseguir enemigos, López Obrador ha sido un violador persistente de la ley. Con frecuencia excesiva, ha logrado salirse con la suya a pesar del trabajo encomiable de algunos jueces y ministros de la Corte que no han claudicado. López Obrador toma por sí mismo las decisiones y, según se dice, no escucha realmente a nadie. Y nadie se atreve a contradecirlo, incluso cuando las decisiones van en contra del propio Presidente, no se diga cuando van en contra de los mexicanos.
Las consecuencias de la llamada cuarta transformación que ya tenemos enfrente son, como las de la expropiación de la banca por López Portillo, de largo alcance y de gran envergadura. Los casi 700 mil fallecimientos por encima del promedio de los últimos años causados, de manera directa e indirecta, por la pésima gestión de la pandemia. La militarización de la seguridad interna, la toma de posiciones por militares que debieran estar bajo mando civil, la entrega de cuantiosos recursos y obras colocan a las Fuerzas Armadas en una posición tan fuerte que será muy difícil lograr que regresen a sus cuarteles. Tomará muchos años para que nuevamente tengamos un gobierno plenamente civil. ¿A quién rendirán cuentas los militares? La política de López Obrador de tolerancia y de mirar al otro lado con relación al crimen organizado, al grado que personajes vinculados con los cárteles han llegado ya a puestos de elección popular, incluidas gubernaturas, continuará para las próximas elecciones. ¿Cómo revertir la barbarie en que estamos viviendo? La destrucción de las capacidades del Estado para proveer servicios y bienes públicos con el pretexto de la austeridad republicana están perjudicando a todos los mexicanos.
Estas decisiones han sido posibles por una sola cosa: la acumulación de poder en el presidente sin contrapesos que lo limiten: una mayoría en el Congreso que todo lo aplaude sin recato ni rubor, una Corte cuya independencia del Ejecutivo no está clara. Los únicos contrapesos son algunos de los órganos constitucionalmente autónomos que han librado batallas para no caer en la cooptación del Ejecutivo, algunas organizaciones de la sociedad civil y activistas que han cuestionado y señalado lo que está ocurriendo, algunos medios y periodistas que han mantenido su independencia incluso al costo de su vida. Todos ellos han sido motivo de escarnio y ataque desde el púlpito presidencial.
Vladimir Putin es quizás el extremo al que se puede llegar en ausencia de límites y contrapesos al poder. En Rusia él es quien manda y nadie se atreve a contradecirlo. Ha maniobrado para prolongar su periodo presidencial hasta 2030, y ha sido capaz de anexarse Crimea y ahora invadir Ucrania, poniendo al mundo entero en una situación de alarma y tragedia humana. La sociedad rusa no ha sido capaz de impedirlo.
En México todavía hay esperanza que podamos evitar lo peor. La mayor preocupación que debemos tener es evitar que López Obrador siga concentrando poder, que siga amenazando, cooptando y destruyendo los contrapesos que existen. Que siga intentando borrar a una sociedad diversa y tolerante, que sabe vivir en paz y armonía.