Universidad Iberoamericana de Puebla y Universidad de Guadalajara.
Quienes nacimos hace más de 60 años recordamos los fines de sexenio de nuestra juventud con nitidez. Nos acostumbramos a que fueran periodos traumáticos, llenos de incertidumbre y con una esperanza que el cambio podría ser mejor. Así fue el fin de Echeverría, con una fuerte confrontación con el sector privado, rumores de golpe de Estado y la devaluación del peso después de 22 años de estabilidad. El gobierno de López Portillo finalizó con el estallamiento de la crisis de la deuda (Silva Herzog le decía a los acreedores internacionales aquel agosto de 1982: “debo, no niego; pago, no tengo”) y la subsecuente expropiación de los bancos mexicanos para su estatización. Se rompieron vínculos de decenios y la confianza en que, de alguna manera, los derechos de propiedad se respetaban (no siempre, pero nunca había habido una expropiación de esta magnitud en tiempos de paz, ni siquiera la expropiación petrolera). El rompimiento político fue traumático y tomó muchos años recuperar cierta confianza en lo público.
Luego vino el fin del sexenio de De la Madrid, con la sospecha de fraude electoral en contra de Cuauhtémoc Cárdenas, que subsiste hasta la fecha, y con la carga del pago de la deuda que acompañó el estancamiento de los años ochenta. Le siguió el trauma de 1994-1995, con la crisis financiera, la depreciación abrupta del peso y el rescate bancario. El primer año de Zedillo fue muy difícil, pero logró recomponerlo en corto tiempo e incluso pagar la deuda antes de su vencimiento.
Los fines de sexenio posteriores fueron mucho menos traumáticos, salvo el de 2006 por lo cerrado de la elección y la reacción beligerante de López Obrador como candidato perdedor. En 2000, la transición de la hegemonía del PRI a la oposición fue tersa y con más expectativas que con problemas. El fin de sexenio de Calderón tampoco fue traumático y el triunfo del PRI fue reconocido y sellado posteriormente por el Pacto por México. El fin del gobierno de Peña Nieto fue muy estable en lo económico y la contundencia del triunfo electoral de López Obrador no dio lugar a sobresaltos. Lo más serio fue la cauda de corrupción que dejaba y la cancelación del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México; las expectativas de un cambio que de inmediato se tornó incierto, pero no por los últimos días del gobierno anterior, sino por el que comenzaba.
El fin del sexenio actual, de López Obrador, luce muy complicado por varias razones. En primer lugar, la polarización incitada desde la Presidencia se ha ido profundizando, y hoy las voces de algún tipo de reconciliación suponen que primero debe terminar este gobierno, gane quien gane el próximo año. Segundo, la estabilidad macroeconómica es endeble y si bien parece haber condiciones que permiten prever un fin de sexenio sin una devaluación importante o una crisis inflacionaria, las finanzas públicas estarán cada vez más comprometidas. Las amenazas están muy presentes: barriles de dinamita en la quiebra de Pemex, costo del servicio de la deuda y pensiones crecientes sin planes de financiamiento hacia futuro, servicios públicos (salud, educación, transporte, etcétera) muy precarios y una actividad económica con gran potencial, pero con lastres que requieren un cambio del rumbo actual. Tercero, la presencia casi generalizada del crimen organizado, que tiene actividad en el 35 por ciento del territorio nacional y lleva a cabo todo tipo de actividades delictivas, puede exacerbar la violencia aún más en cualquier momento. Cuarto, la incertidumbre sobre dónde se ubica la lealtad de las Fuerzas Armadas, al presidente de la República o a la Constitución, agrega un componente de riesgo que en ninguna de las crisis de fin de sexenio reseñadas había estado presente.
El huracán Otis parece una metáfora que describe con precisión la situación del país y ha dejado al desnudo la naturaleza de este gobierno: una tragedia que no se advirtió a tiempo ni se minimizaron los estragos de una catástrofe natural por negligencia; el desdén presidencial y por ende del gobierno por el dolor de la gente; la incapacidad de los gobiernos estatal y municipales; el deterioro de la competencia de las Fuerzas Armadas (Ejército, Marina y Guardia Nacional) en la atención de los desastres naturales al tiempo de su creciente voracidad por los negocios, ocupación de áreas estratégicas reservadas al mando civil e influencia política; el debilitamiento de las instituciones electorales y los ataques al Poder Judicial; la violación de la ley aún por quienes están a cargo de preservarla (como la renuncia inconstitucional del ministro Zaldívar y su inaceptable involucramiento inmediato en la lucha partidaria). Todos estos elementos conforman un coctel explosivo que augura un fin de sexenio lleno de complicaciones con consecuencias que, me parecen, se resentirán por muchos años. Una potencial crisis de fin de sexenio, que puede ser mucho peor que la que nos tenían acostumbrados cuando éramos jóvenes, los que nacimos hace más de 60 años.