Enrique Cardenas

Venezuela, México y el plan C

Lo que en México tenemos enfrente, de materializarse la supermayoría de Morena en el Congreso, es la consolidación de un gobierno con todo el poder, sin contrapesos.

El drama que está viviendo Venezuela tras las elecciones del pasado domingo es resultado de un régimen que acumuló todo el poder, y que tiene detrás a las Fuerzas Armadas, que cooptó al Poder Judicial, que controla a la autoridad electoral, que no tuvo empacho para impedir que la opositora más visible, María Corina Machado, pudiera ser candidata presidencial. Y a esta consolidación antidemocrática del poder le precedió la apropiación del Poder Legislativo en su conjunto, con mínimas posibilidades para los opositores de ser escuchados y servir de contrapeso al poder. También le precedió un deterioro económico y social de más de 20 años, con la retórica de ‘primero los pobres’ y a pesar del boom petrolero de los 2000, que terminó en el éxodo de 8 millones de venezolanos, casi el 30 por ciento de su población en 2010. Al pueblo venezolano le ha tomado un cuarto de siglo llegar al hartazgo generalizado que estamos observando y a la lucha en las calles. Y, dicho sea de paso, también a los países hermanos les ha tomado demasiado tiempo voltear a Venezuela. Es hasta ahora que algunos gobiernos están exigiendo la transparencia de los resultados de las pasadas elecciones. Otros, como el nuestro, avalan el fraude con su silencio.

En México, a lo largo de este gobierno, López Obrador ha hecho todo lo posible por acumular el poder de manera personal, y lo ha conseguido. No ha tenido recato en el respeto a la Constitución y el cumplimiento de la ley, en pasar leyes claramente inconstitucionales que en los hechos se han instrumentado gracias a la complicidad de Arturo Zaldívar, expresidente de la Suprema Corte. Tampoco se ha detenido en dar presupuesto, obras y poder a las Fuerzas Armadas, como no se había visto en el país en casi un siglo, al grado que hoy controlan el tránsito y tráfico de personas y bienes, así como la seguridad pública federal e indirectamente la seguridad local en muchos estados del país. Este gobierno ha adelgazado la provisión de servicios públicos de salud y educación a la población a cambio de, en los hechos, dádivas entregadas a nombre propio del presidente para que la gente le deba el favor a él. López Obrador no se ha contenido en hostigar periodistas, medios, ciudadanos que opinan distinto a él, ni en perseguir a enemigos políticos y polarizar el país. Tampoco ha tenido ningún recato en sus nexos con el crimen organizado, la corrupción de los suyos, y el despilfarro de cientos de miles de millones de pesos en la destrucción de obras como el NAICM o la construcción de elefantes blancos inútiles. Apenas esta semana la Secretaría de Hacienda reconoció que sólo la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya costaron al erario 750 mil millones de pesos. Si se le agrega la cancelación del NAICM y la construcción del AIFA, habrá que sumarle otros 300-500 mil millones de pesos más.

Tampoco López Obrador tuvo ninguna mesura en llevar a cabo una elección de Estado, que le dio un ‘triunfo histórico’ a Claudia Sheinbaum, y que ahora pretenden apuntalar con una sobrerrepresentación de Morena y sus aliados en el Congreso. Su finalidad es aprobar en el mes de septiembre las iniciativas englobadas en el plan C. La más conspicua, pero de ninguna manera la única relevante, es la reforma del Poder Judicial que politiza la selección de los jueces e institucionaliza la espada de Damocles sobre los juzgadores con el Tribunal de Disciplina Judicial. El plan C incluye también la eliminación de los diputados plurinominales (con lo que restan pluralidad política y consolidan el control gubernamental en el Congreso), la desaparición de los órganos constitucionales autónomos que significan la pérdida de derechos ciudadanos sobre el acceso a la información pública, la competencia, las telecomunicaciones y la energía, y la transformación de la autoridad electoral para su politización y, en los hechos, su cooptación por el Ejecutivo.

Es decir, estamos en el umbral de un cambio de régimen que nos asemeja al régimen actual de Venezuela. Sí, muchos dijimos que México no llegaría hasta allá porque México era un país más grande, porque México está junto a los Estados Unidos con un TMEC, etcétera, etcétera. Algunos todavía lo siguen afirmando, pero nos equivocamos. Lo que en México tenemos enfrente, de materializarse la supermayoría de Morena en el Congreso, es justamente la consolidación de un gobierno con todo el poder, sin contrapesos, sin autoridad electoral independiente, apuntalado por las Fuerzas Armadas y con nexos con el crimen organizado. Se parece mucho al régimen venezolano que observamos hoy, o incluso peor. Lo que nos espera en México es un deterioro gradual y constante de la situación económica y social, la corrupción de las Fuerzas Armadas, el éxodo de mexicanos al exterior, pérdida de libertades civiles y un largo etcétera. A eso debemos agregar la inseguridad.

Y por lo que hemos visto en otros países, incluyendo Venezuela, es que deben pasar muchos años para que la gente pierda el miedo, se movilice, se lance a las calles llena de desesperación para protestar y ante un tremendo riesgo. En Rusia aún no ocurre. A Venezuela le ha tomado décadas enteras y una diáspora de 30 por ciento de su población llegar a lo que estamos viendo en ese país. Y a México, ¿cuánto tiempo y qué le tomaría?

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