“Terminamos en 2024 y ya no nos volvemos a meter en nada, en asuntos públicos. Yo me jubilo por completo y entonces sí, ya me voy a ir a Palanque, Chiapas, a finales del 24”.
Así lo dijo López Obrador en marzo de este año… por enésima vez.
Pero, ¿por qué la necesidad de estarlo repitiendo una y otra vez? Simple. Porque ni él se lo cree.
En su periodo como jefe de Gobierno de la Ciudad de México, allá por los años 2003 a 2005, repetía una y otra vez en las conferencias mañaneras: “a mí denme por muerto”.
Y tampoco entonces, nadie, ni él se lo creía.
El presidente López Obrador no se considera un político usual, de esos que terminan sus mandatos y se van a disfrutar de las propiedades que acumularon.
Tiene razón AMLO cuando dice que él es honrado. Por eso no se va a retirar a disfrutar sus propiedades. No las tiene.
Lo que tiene es poder. Y un personaje como él, que lo ha acopiado al paso de muchos años y que percibe que lo usa para transformar al país, simple y sencillamente, nunca se va a retirar.
Como los papas o como los jueces de la Suprema Corte de Estados Unidos, tiene una responsabilidad vitalicia.
No, no es la presidencia de la República. Esa posición fue solo de un periodo.
Pero, López Obrador sabe que mientras esté vivo y con fuerza, quiere seguir con la transformación del país, así como la entiende él.
Esa visión es clave para entender el proceso de 2024.
A diferencia de los gobiernos priistas del pasado (no aplica a los panistas, que tuvieron que abrirse al juego democrático interno), él no quiere un heredero, un sucesor. Lo que necesita es alguien que le dé permanencia a los cambios que él considera trascendentes.
Y, a semejanza de los gobiernos priistas, nadie, ni en su entorno ni fuera de él, duda de que será el presidente quien nombre a quien considera que dará permanencia a su proyecto, a su legado.
En esa lógica, tienen pocas probabilidades Marcelo Ebrard o Ricardo Monreal.
Se trata de políticos que tienen su propia historia y sus propias ideas. Que a lo largo de los años, a veces han estado con AMLO y a veces no, pues tienen vidas políticas propias.
A diferencia de Claudia Sheinbaum, quien ha hecho su trayectoria a la sombra de López Obrador.
Sheinbaum y su entonces pareja, Carlos Imaz, fueron parte del movimiento estudiantil que en 1986-87 cuestionó el aumento de las cuotas y otros cambios que pretendía el rector de la UNAM, Jorge Carpizo.
Participó en la fundación del PRD y cuando AMLO llegó a la jefatura de Gobierno, fue considerada para integrarse a su equipo cercano, en calidad de secretaria del Medio Ambiente.
Desde entonces fue ganando la confianza del hoy presidente de la República.
Sheinbaum no es la única, pero ninguna persona está tan posicionada y tan cercana a AMLO.
El presidente no quiere sorpresas. Cree que algunos políticos, cuando se vieran en la presidencia, le darían otro sentido a la transformación que él ha emprendido, pues tienen el enorme problema de tener ideas propias.
La única manera de que algún político con esas características se convierta en candidato de Morena es que se le imponga a AMLO.
Y eso, aunque no imposible, se ve hoy altamente improbable.
Personajes como el astuto líder del Senado saben que si la candidatura se resuelve con una encuesta, está perdido. Ya lo vivió en 2017. Por eso cuestionó el método.
Y Ebrard también lo sabe. Ya tuvo que dejarle a AMLO el camino abierto, a golpe de encuestas, en las elecciones de 2012.
Pero AMLO es uno como candidato y otro diferente como un presidente que dejará de serlo. Al primero era muy complicado desafiarlo, al segundo lo es también, pero no imposible.
No se requiere ser pitoniso para saber que la 4T vivirá una tormenta en los próximos años.
El que AMLO vaya a optar por la permanencia, en una reedición del maximato casi un siglo después, en lugar de hacerlo por la herencia, abrirá una grieta.
¿Habrá quien tome el riesgo de aprovecharla?
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