El presidente López Obrador con frecuencia habla de lo diferente que es su gobierno respecto a los que le precedieron.
Sin embargo, con pocas excepciones, observamos que lo conforman personajes que formaron parte de anteriores administraciones –locales o federal– o que forman parte de algo que genéricamente podría denominarse la 'clase política' de México.
Cuando se observa la trayectoria de nuestro país no puede uno sino concluir que no nos podemos sentir orgullosos de esos políticos.
Los partidos y la administración pública han sido dirigidos en lo general por personas, que más allá de sus capacidades individuales, han visto al poder como un fin en sí mismo o como un medio para obtener negocios y riquezas.
Quizás todo comenzó en los tiempos en los que los generales revolucionarios se convirtieron en administradores públicos.
Los triunfadores de la revolución se dedicaron a ejercer el poder y manejar el presupuesto y de allí nació una amplia clase empresarial que aprovechó una economía que dependía ampliamente del Estado.
Hubo excepciones desde luego. Pero también una regla para hacer negocios al amparo del Estado.
Lo que hoy se conoce como 'corrupción' era la práctica regular, tolerada por los gobiernos y asumida por empresarios y ciudadanos.
Cambió su intensidad. No fue lo mismo la etapa del Maximato cuando mandaba Plutarco Elías Calles que el sexenio de Cárdenas. Tampoco la etapa de Miguel Alemán Valdés que el sexenio de Ruiz Cortines. Fue diferente el sexenio de López Portillo que el de Miguel de la Madrid. O más recientemente el de Salinas que el de Zedillo.
Pero, la realidad es que algunos rasgos de la clase política no cambiaron.
Quizá lo que acabó dando un destino al país fue que, a pesar de que se dio la alternancia política con el triunfo de gobiernos estatales del PAN y del PRD, muy pronto esos grupos fueron asimilándose a los estilos políticos que tenían décadas de prevalecer.
No se heredó ni la 'pureza' de los militantes panistas de los 50 y 60, ni las virtudes de los militantes de izquierda que no dudaban en sacrificar bienestar individual y vida por sus ideas y aspiraciones.
Al paso de los años, tuvimos una hibridación. Muchos priistas de formación y visión terminaron formando parte de partidos de izquierda. Primero del PRD y luego de Morena.
Algunos también acabaron en el PAN. Pero, en el blanquiazul, sobre todo, hubo una réplica de las prácticas priistas de antaño.
Por eso, la clase política que se configuró a lo largo de este siglo tiene muchos rasgos que le son comunes, al margen de los partidos que representen.
Claro que hay excepciones en casi todas las fuerzas políticas, pero precisamente por el hecho de serlo, se hacen notar.
La historia de López Obrador es diferente. Pese a provenir del priismo tuvo sus peculiaridades.
No aprovechó cargos públicos para enriquecerse, pero siempre tuvo una profunda aspiración por el poder.
López Obrador, y lo ha dicho explícitamente, tiene una visión en la que separa claramente la justicia de la ley. Su visión es que hay que buscar la justicia.
Supone que hay leyes justas e injustas, y no siente la obligación de cumplir las que son injustas.
La justificación que dio a la recepción de aportaciones en efectivo a su movimiento, que probablemente violaron la ley, se sustenta en lo mismo. La ley es un formalismo que se puede o no cumplir porque el bien superior, la justicia, es lo que importa.
Y esa visión ha causado muchos problemas en el país.
Por una razón o por otra, a México le ha fallado su clase política.
El potencial del país permitiría que la gente viviera mucho mejor de lo que hoy vive, y que pudiera aspirar a mucho más de lo que hoy aspira.
Pero, como dice el viejo adagio: los pueblos tienen los gobiernos que se merecen.
Es probable que su autor se haya inspirado desde hace décadas en nuestro país.
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