Hay un descontento generalizado en el mundo que se está reflejando en procesos políticos inéditos.
Hace escasamente un mes, hubiera sido inimaginable presenciar una movilización de 1.2 millones de personas protestando por las políticas y acciones del gobierno de Chile.
Hace no muchos meses, también hubiera sido increíble ver triunfar en Argentina una fórmula peronista en la que la expresidenta Cristina Fernández contendiera por la vicepresidencia.
Bolivia y Ecuador están atravesados por profundas crisis sociales y políticas que reflejan una gran polarización de sus sociedades.
En el oriente, vimos protestas sin precedente en Hong Kong. En Europa, sigue incierto el destino del Brexit e incluso del gobierno de Boris Johnson. En España, las próximas elecciones no dan la garantía de que se pueda formar un nuevo gobierno y sigue amenazante el separatismo en Cataluña.
En Estados Unidos, hay incertidumbre respecto al destino del juicio político a Trump, y no se distingue entre los demócratas una figura que claramente pueda derrotar al actual presidente en las elecciones del próximo año.
Este breve recuento, aun siendo superficial y limitado, nos presenta un mundo caracterizado por la ansiedad, el malestar y la incertidumbre.
Es difícil pensar que todos estos hechos estén desconectados. Más allá de las circunstancias particulares que los explican, hay un gran telón de fondo que comparten.
Estamos viviendo el agotamiento de un mundo cuyo funcionamiento empezó a gestarse en la década de los 80, tras las reformas liberales en diversos países, con la consolidación de procesos de democratización, la caída del Muro y la globalización expresada en la formación de la Organización Mundial de Comercio, la formación de la Unión Europea y múltiples tratados de libre comercio.
El problema es que no hay aún nada que reemplace a ese orden, que se agrieta y resquebraja.
No es realista pensar en el retorno a un modelo de economías cerradas. Tampoco es realista imaginar el regreso del estado del bienestar, pues hay insuficiencias fiscales generalizadas.
La ausencia de propuestas coherentes y articuladas ha dado lugar al crecimiento de los populismos de todos los signos, pues también la democracia ha dejado de ser vista como la gran solución.
Esa ausencia de opciones es lo que genera la ansiedad y a veces angustia generalizadas.
Y también da pie a diseños de políticas públicas que rompen los cánones tradicionales, tanto de liberalismo como de estatismo.
Por eso no debiéramos sorprendernos tanto con las singularidades de las políticas públicas del gobierno de López Obrador.
Y el propio gobierno y el presidente debieran echar una mirada al mundo para entender que no tienen comprado permanentemente el respaldo de la población.
La falta de respuestas se aprecia también en los partidos opositores, que están virtualmente borrados de la agenda nacional.
Y no se ve en el horizonte la aparición de una fuerza política capaz de producir una propuesta consistente, influyente y creíble.
Esta circunstancia, sin embargo, también abre la puerta a nuevas figuras y a una redefinición de las ecuaciones políticas que tenemos en México.
Si alguien piensa que las elecciones de 2018 fueron solo un fin de ciclo, se va a equivocar por completo.
Fueron el comienzo de un nuevo ciclo del que no hay seguridad a dónde nos conduzca.