Ezra Shabot

Apoyos sociales

Ante las denuncias de corrupción en la entrega de recursos para diversos programas sociales, la respuesta ha sido eliminar las instituciones y establecer un perverso vínculo directo entre gobierno y beneficiado.

Toda sociedad, por más altos niveles de equidad social que posea, requiere de instrumentos de apoyo extraordinario para aquellos que de una u otra forma se encuentran excluidos de los servicios y prestaciones universales que, en principio, deben recibir todos y cada uno de los pobladores de determinado país. Mientras menos desigualdad social exista, menor necesidad de buscar esquemas de asistencia para los marginados.

Estados como Suecia, Noruega o Finlandia no requieren de grandes programas sociales, porque las diferencias entre los más ricos y los más pobres no son excesivamente desproporcionadas, y además los servicios de educación, seguridad, salud, alimentación, entre otros, están garantizados para todos sus habitantes. Empleo y seguridad social son el eje de estas sociedades, cuyos problemas giran en torno a temas ajenos a la discusión sobre los niveles de subsistencia necesarios para garantizar calidad de vida para sus habitantes.

En todos estos casos, el eje central es el funcionamiento de instituciones que tienen a su cargo el eficiente y ágil desempeño de las funciones asignadas por un Estado transparente, sujeto a leyes y a la rendición de cuentas, independientemente del partido político que gobierne. Esto nos lleva necesariamente a la obligación de repetir la única forma efectiva para combatir la pobreza, que es el aumento de la inversión productiva, la generación de empleos que aumenten la productividad y con ello el aumento de los salarios reales.

Aunado a esto es indispensable una política fiscal redistributiva que cierre los hoyos de la evasión, sin excederse de manera tal que aleje a los capitales hacia zonas más competitivas, aumente los impuestos al consumo y gaste de manera tal que los más desfavorecidos obtengan la posibilidad no sólo de salir de la pobreza, sino de incorporarse a los beneficios del desarrollo. No es esto lo que está planteando el gobierno de López Obrador.

Habiendo recibido una sociedad mexicana con enormes desigualdades, con un norte en crecimiento y modernización y un sur-sureste unido en el atraso, el concepto de cambio de régimen y de política económica no va en el sentido de garantizar la modificación positiva de las condiciones para superar la pobreza, sino más bien para hacer depender a los pobres del dinero asignado directamente por el gobierno central.

Ante las denuncias de corrupción en la entrega de recursos para estancias infantiles, refugios para mujeres maltratadas, o el manejo mismo del dinero destinado al Seguro Popular, la respuesta ha sido eliminar las instituciones y establecer un vínculo directo entre gobierno y beneficiado, lo que genera una dependencia perversa, además de dejar de supervisar el destino final del recurso entregado, con lo que se rompe la cadena de certificación necesaria para verificar la efectividad de cualquier programa. Más allá del rechazo a la reconstrucción del clientelismo político más burdo, el reparto de millones y millones de pesos sin control alguno ni reduce pobreza ni protege a niños y mujeres ni proporciona servicios de salud de calidad.

Acabar con las instituciones en nombre del combate a la corrupción no servirá ni para erradicar a esta ni para contribuir a un México más justo y con equidad social. Mucho menos cuando la apuesta en la formulación de una nueva política económica desprecia las advertencias no sólo del FMI o la OCDE, sino del Banco de México, o su propia Secretaría de Hacienda, o incluso Alfonso Romo. Cuestionar a las instituciones, exigirles transparencia y rendición de cuentas por la utilización de dinero público es legítimo. Pretender anularlas y sustituirlas por el paternalismo individualista, es inaceptable.

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