Ezra Shabot

Dinero público

La clave está en acabar con deducciones favorables a grandes empresas y redistribuir ingreso a través de apoyos focalizados y efectivos para los más desfavorecidos.

La discusión sobre el uso del gasto público nos lleva a una vieja disputa sobre el papel del Estado en el desarrollo de la economía nacional. Desde los liberales a ultranza, luego transformados en conservadores en una guerra semántica por el carácter histórico de estos conceptos, donde el papel del gobierno debería reducirse al mínimo posible para no interferir en el libre juego de las fuerzas del mercado capaces de equilibrar las diferencias y generar riqueza por sí mismas, hasta los estatistas determinados en subordinar al mercado al proyecto político para producir bienes y servicios, y así forzar la realidad hacia una igualdad total desde la cúpula del poder político.

El esquema totalitario comunista de control absoluto del mercado fracasó, precisamente, por su incapacidad de mantener una economía en crecimiento con incentivos que mejorasen la productividad del modelo en su conjunto. Aplastar al mercado y manipularlo de acuerdo con consideraciones políticas, llevó a una parálisis económica que a su vez provocó el derrumbe del régimen.

Por otro lado, experiencias liberales en Europa y en los propios Estados Unidos, donde el "dejar hacer, dejar pasar" minimizó el control sobre la concentración de capital, produjo economías con un alto contenido monopólico dada la tendencia natural del capital a crear este tipo de grandes pulpos que, sin un poder político que los contenga, absorben la mayor parte del mercado destruyendo a los pequeños y medianos propietarios, incapaces de competir con esas estructuras aglutinadoras de capital.

En los puntos intermedios de estos extremos, experiencias como el Estado de bienestar, que pretendía incentivar una economía productiva al mismo tiempo que garantizaba servicios básicos universales para toda la población, redistribuyendo ingreso y evitando la proliferación de monopolios, fracasó ante la imposibilidad de encontrar un equilibrio entre generación de riqueza, productividad y beneficios sociales para toda la población. Sacar del mercado de trabajo a personas a la edad de 50 o 55 años, recibiendo pensiones altas, servicio médico gratuito y vivienda garantizada, cuando el promedio de vida está por arriba de los 75 años de edad, volvió económicamente inviable al modelo.

Jóvenes manteniendo viejos, economías improductivas y la imposibilidad de que todos tengan acceso a beneficios sociales, obligan a replantear el papel del gobierno y de la sociedad en un nuevo modelo de desarrollo. Dinero público para infraestructura, seguridad y salud, son la prioridad en aquellos Estados nacionales en donde la riqueza y la igualdad social tienden a equilibrarse. Más impuestos a quienes más ganan, pero a través de impuestos al consumo. Gravar fuertemente a los capitales provoca su huida y refugio en espacios fiscales menos dolorosos, y difícilmente se puede cerrar el camino a las corporaciones a través de altas tasas impositivas.

La clave está en acabar con deducciones favorables a grandes empresas y redistribuir ingreso a través de apoyos focalizados y efectivos para los más desfavorecidos, con instituciones de seguridad, salud y educación que demuestren la capacidad del gobierno para incidir de manera efectiva sobre el mercado. Cerrar el camino a monopolios y a privilegios derivados de un proteccionismo trasnochado, son las prioridades de un Estado moderno y eficiente. Repartir dinero, perseguir empresarios o cerrar fronteras en aras de una productividad interna inexistente, sólo van en contra del intento de controlar las fuerzas del mercado que tienden a concentrar riqueza y con ello evitar el desarrollo integral del país.

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