La condición indispensable de una democracia es la de lograr encontrar puntos de coincidencia entre los grupos que constituyen la estructura de poder que gobierna la nación. Para ello, gobierno y oposición deben partir del principio según el cual la posición del otro es legítima a pesar de que no se comparta como postura política a poner en práctica. Así, conservadores, liberales, socialdemócratas y ecologistas, entre otros, conforman el universo democrático que se confronta entre sí, pero que al mismo tiempo se acepta como parte de una democracia que debe convencer a la ciudadanía de la bondad de su argumento y convivir como iguales con los que tienen posiciones diferentes.
Por ello los grupos extremistas de izquierda o derecha, cuyo objetivo es la destrucción de la democracia representativa por considerarla ilegítima de acuerdo con sus principios ideológicos y que utilizan a esta como un medio para obtener sus fines autoritarios, terminan por ser excluidos de participar en procesos electorales, porque su proyecto de gobierno se basa en la anulación de la democracia en su totalidad o al menos en la instrumentación de medidas para restringir las libertades y la posibilidad de que los derrotados en una elección puedan regresar al poder en el siguiente periodo en una contienda en igualdad de circunstancias.
Así fue como Chávez y Maduro desmantelaron la resquebrajada democracia venezolana para convertirla en una dictadura revestida de una legitimidad revolucionaria carente de cualquier ingrediente democrático reconocido por la comunidad internacional de naciones. Sólo aquellos que pasaron por procesos similares de desmantelamiento de la democracia, como la Turquía de Erdogan, la Rusia de Putin, o de plano regímenes dictatoriales como el cubano o el chino, pueden reconocer en la Venezuela de Maduro un gobierno legal y legítimo.
Y es precisamente en todos estos ejemplos antes citados, donde la política deja de formularse como una lucha ante adversarios que se reconocen como diferentes, pero al mismo tiempo se aceptan como interlocutores válidos. Ni Putin ni Erdogan ni Maduro ven en sus opositores a una parte legítima de la sociedad de sus respectivas naciones. Son enemigos a derrotar, humillar y eventualmente desaparecer. Desgraciadamente la construcción del nuevo régimen mexicano supone una descalificación total y absoluta sobre aquellos que opinan o actúan en forma contraria al gobierno legítimamente electo.
La polarización entre opositores y adeptos a López Obrador llega a niveles propios de una incompatibilidad casi total para encontrar algún punto de acuerdo que rescate la institucionalidad democrática, hoy en peligro de desaparecer. Decisiones tomadas a mano alzada en asambleas compuestas por adeptos al régimen, intentos por hacer retroceder el mecanismo de autonomía de gestión del INE y la eliminación por la vía presupuestal de los órganos autónomos de supervisión de las labores del gobierno, van en una línea directa de confrontación con la democracia representativa.
Buenos contra malos, legítimos contra ilegítimos, o en el neolenguaje de la 4T: 'fifís versus chairos', no son más que conceptos que impiden el diálogo democrático para situarnos en el espacio de la incompatibilidad de proyectos de nación que pudiesen conciliar la pluralidad de opciones presentes, y que hoy simplemente pretenden que el otro se extinga, desaparezca, para dar paso a un país uniforme, plano y sin la necesidad de instituciones que contengan a un presidencialismo absoluto y autoritario como el de antaño.