Ezra Shabot

Los insultos

Las palabras que tienen como fin dañar la dignidad de las personas están prohibidas para el político tradicional y más aún si se trata del mandatario de un país.

La ofensa es siempre un arma destinada a dañar la dignidad de las personas. Insultar a alguien tiene como objetivo demeritar la calidad humana de aquel que recibe el mensaje que denigra. No siempre esta acción daña al receptor del mismo, y en ocasiones se voltea como búmeran contra aquel que profiere el insulto. En el fondo se trata de un instrumento que denota la incapacidad para argumentar por parte de aquel que, sintiéndose superior, es incapaz de responder con razones a aquello que le molesta o con lo que está en desacuerdo. Por supuesto que siempre hay una ocasión en que recurrir al insulto es un acto de impotencia ante la imposibilidad de dialogar con aquellos carentes del don de la tolerancia y la inteligencia.

Pero si hay alguien que tiene prohibido utilizar este recurso agresivo es el político tradicional, y más aún el mandatario de un país. Frente a la elegancia discursiva de personajes como Churchill, Obama, Shimon Peres o Ángela Merkel, el primitivismo semántico de Trump, Maduro, Duterte o las últimas expresiones de López Obrador, se presentan como símbolo de las carencias argumentativas de los segundos, ante la inteligencia discursiva de los primeros. Porque incluso para golpear con el lenguaje se requiere oficio y conocimiento, y no descalificaciones propias de bravucones de bajo nivel.

Y es que lo que se dice en una campaña electoral forma parte de lo que se conoce como la pirotecnia política propia de la competencia, pero que tiende a desaparecer una vez que se inicia el ejercicio de gobierno. La oposición puede utilizar un lenguaje rudo frente a los actos de los responsables de ejercer el poder, pero éstos son los que están obligados a responder con argumentos sólidos y con base en la superioridad que les brinda tener en sus manos las riendas de la nación. Cuando el presidente López Obrador utiliza los calificativos: fifí, neofascista, mezquinos, o hace alusión a "a tiempos de canallas", no sólo se remonta a la época de la campaña, sino que reafirma su convicción en el sentido de que existen distintos tipos de mexicanos. Los buenos y los malos.

Además, cuando se cuenta con la fuerza que representa ser dueño de los poderes Ejecutivo y Legislativo, la necesidad de responder con insultos desde esa posición, es un exceso que no se justifica de ninguna manera. Insisto, mientras una oposición con un poder limitado grita con pocos resultados efectivos, no tiene justificación alguna el insulto gratuito por parte de la máxima autoridad del país. Sólo aquellos gobernantes no democráticos que consideran ilegítimos a sus adversarios políticos son quienes, en un acto de soberbia y prepotencia, agreden primero verbal y después físicamente a aquellos que cuestionan su forma de actuar.

El otro efecto de los insultos proferidos por un personaje poseedor de poder público, es el mensaje que este transmite a sus seguidores e incondicionales. Nadie puede pensar que la retórica nacionalista y racista de Trump está desconectada de las acciones de los grupos supremacistas contra hispanos, afroamericanos o judíos en Estados Unidos. Llamar "señoritingos", "fifís" o "pirrurris" a determinados sectores sociales, considerados como poseedores de privilegios ilegítimos por parte del presidente, sólo legitima la acción de los violentos contra ellos, independientemente de que el propio AMLO condene el uso de la fuerza contra sus adversarios.

Las palabras matan, y más aún cuando éstas provienen de las altas esferas del poder, desde donde se decide quién es parte del pueblo y quién no. No es esta una forma de reducir la polarización política y mucho menos generar consensos para definir el futuro del país. El insulto no funciona, a menos que se pretenda dividir a la nación.

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