Uno. Ramón López Velarde cruzó el firmamento de las patrias letras como un rayo fulgurante, novedoso de figuras y ritmos, del que aún retumban sus ecos. Supe de él por vez primera por Juan José Arreola en las sesiones legendarias de su taller literario Mester. López Velarde dicho por Arreola constituye un lujo.
Dos. Nacido en Jerez, Zacatecas, en pleno viejo régimen porfirista y fallecido en la Ciudad de México mientras se consolidaba el Estado Revolucionario, obra y vida se denotaron por la brevedad (a diferencia, por ejemplo, de la obra corta con vida larga de Julio Torri).
Tres. A la muerte del jerezano circulaban dos poemarios, La sangre devota (1916) y Zozobra (1919); póstumamente se editaría un tercero, El son del corazón (1932), y antecediéndolo, el poema “La suave patria” (1921), origen este último de subida popularidad y densa sombra.
Cuatro. Pero López Velarde asimismo incurrió, fulgurante y novedosa de figuras y ritmos, en la prosa; género del que aparecieron en vida colaboraciones periodísticas (codirigió la revista Pegaso), y póstumos, los libros El Minutero (1925) y Don de febrero y otras prosas (veta pródiga que la crítica aún no excava del todo en su profundidad y en sus ramificaciones).
Cinco. La más completa arqueología, a la fecha, del poeta y del prosista, la debemos al amigo José Luis Martínez, quien en 1971 reunió poemas, crónicas, relatos y ensayos. Línea en la que se inscribe un proyecto del que me ocuparé más abajo.
Seis. En cuanto a los episodios vitales, estos han sido igualmente recontados. El paso no sin escalas del natal Jerez a la capital de la República; su adhesión al maderismo no del todo correspondida; una carrera burocrática de poca significación, salvo los pocos días que tuvo a su cargo la cartera de educación; el contarse entre los que acompañaron la huida ferrocarrilera de Carranza a la muerte; la fidelidad cotidiana a la avenida Plateros; la rotunda notoriedad equívoca que le acarrearía la publicación en la revista El Maestro de “La suave patria”.
Siete. Celebridad y muerte se concentran en el cuatrienio de Álvaro Obregón presidente y José Vasconcelos primero rector de la Universidad Nacional de México y en seguida titular de la Secretaría de Educación Pública, cargo en el que pone a circular El Maestro, propuesta revistera de significación mayúscula.
Ocho. Debido a la resonancia de “La suave patria”, a que Obregón la memoriza, y a su disposición de que el país se enlutara durante tres días por la temprana muerte del zacatecano, este gana la condición de Poeta Nacional. Atributo riesgoso, cancelador de hondas lecturas, que no pocos se empeñan en “deconstruir”.
Nueve. Entre las ruinas de la leyenda, resurgen las notas lópezvelardianas: religiosidad católica y erotismo en feroz combate; el amor imposible (“Fuensanta”) como fuente nutricia; estilo a la vez preceptivo e innovador; zozobra existencial a la que dan remate las circunstancias de su fallecimiento.
Diez. Una fulminante bronconeumonía en un hombre vigoroso, recio, tras un paseo nocturno acostumbrado después de asistir a una función teatral. Últimas imágenes: La Alameda, Avenida Juárez, El Caballito (antes de galopar a la Plaza Tolsá), Paseo de la Reforma, la Avenida Jalisco de su residencia.
Once. Para especialistas (Campos, Quirarte…) y curiosos del López Velarde descubierto y por descubrir, por sabido y por saber, tenemos la fortuna de contar con un doble reservorio a él dedicado: el Fondo Digital Ramón López Velarde (FDRLV) y el Fondo Bibliotecario (¿FBRLV?). Que ambos se encuentren en el Colegio de San Luis (Potosí), y no en Jerez o en la capital zacatecana habla, antes que, de inexplicable descuido, de una sana descentralización regional.
Doce. Iluminaciones, aunque también oportunismo, han envuelto la celebración del centenario luctuoso del escritor. El Ejecutivo federal lo aprovechó para dar una vuelta más (¡y las que faltan!) contra la clase media, los intelectuales orgánicos del conservadurismo, la según él supuesta independencia intelectual frente a la política (aunque reconozco que en ocasiones aquí cultura y política andan juntas y revueltas). Entre otros lugares comunes de su corajuda retórica.
Trece. Dijo, a guisa de ejemplo, que en “los tiempos en que se viven procesos de transición, los intelectuales y artistas deben de tomar partido”. ¿Lo tomó López Velarde, integrante de la clase media provinciana, católica y aspiracional? Según el orador, sí, ya que el zacatecano “tuvo el arrojo de adherirse a la causa maderista y se mantuvo alejado de quienes asesinaron al Apóstol de la Democracia”. Y así por el estilo. La verdad es que maderismo aparte, por tratarse de quien se trata, un resuelto opositor a la violencia, inimaginable resulta una faceta “huertista” del jerezano.
Catorce. Lo incuestionable es que la aprovechada y “saca-raja” disertación presidencial no engrosará el acervo crítico documental que atesora el Fondo Digital Ramón López Velarde del Colegio de San Luis. O eso creo.