Uno. Con dos pintores mexicanos, tuve el privilegio de compartir sus inicios, trabajos y extraordinario florecimiento; ambos ajenos al favoritismo y parcialidad manifiesta del "establecimiento" pictórico que suma facciosamente a críticos, directores de galerías y museos, curadores (palabra que me causa erisipela), coleccionistas y villamelones, en un círculo que ha sido imposible mudar de vicioso a virtuoso (la pandemia, es cierto, obligó al cierre de museos de arte moderno y contemporáneo, pero me pregunto: ¿antes del Covid, estuvieron realmente, programáticamente, todos ellos, abiertos?).
Dos. Hablo de Liliana Mercenario Pomeroy y Arturo Rivera. Frente a los resabios de la llamada Escuela Mexicana de Pintura, y la caída del Muro de Nopal que encabezó José Luis Cuevas al frente del grupo de La Ruptura, Mercenario Pomeroy y Rivera, inclasificables, impusieron su poderosa imaginación, su pincel propio, sus trayectorias sin concesiones. El pasado 29 de octubre, Arturo Rivera falleció.
Tres. Por un largo trecho de vida, guardé con Arturo estrecha relación, de parentesco familiar político inclusive. No sólo seguí de manera cotidiana sus primeras exposiciones (la del Molino de Santo Domingo, en 1969, por ejemplo), y llegué a escribir la presentación de alguno de sus programas, sino que fui testigo de un sonado éxito neoyorquino que sumó vertiginosas muestras individuales y colectivas, base de una carrera que ya no conocerá tregua. El punto más alto de colaboración, lo fue su diagramación de mi libro Vida en Londres.
Cuatro. Ya Arturo había diseñado la portada de mi primera, desastrosa novela, La aproximación. Un Rivera inusual, abstracto, del todo opuesto al figurativo en el que descansará su indeleble (ante vida y muerte) huella pictórica, que con el tiempo (indiferente a muerte y vida) se ahondará en el panorama de las artes plásticas patrias. Nada exagero al prever como una de nuestras novedades futuras, el justiprecio pleno de la original obra (como en el caso de Mercenario Pomeroy) de Arturo Rivera.
Cinco. Guardo de nuestra colaboración para la factura de Vida en Londres, especial memoria. Luis Guillermo Piazza, amigo cómplice entrañable, nos abrió las puertas de los talleres en los que la Editorial Novaro imprimía sus cómics. Recursos y libertad, por demás suficientes para una edición por todos los costados experimental, ejercicio de literatura icónica. Textos, recortes de periódicos, fotografías, collages (en 1973, Arturo, marcharía a la ciudad portuaria evocada, para seguir cursos de serigrafía y foto serigrafía).
Seis. Aunque en diversas ocasiones y circunstancias, he incurrido en la mixtura de prosa a imagen (sobre todo en colaboración con la talentosa Priscilla Pomeroy), la experiencia compartida con Rivera, en la realización, en un taller inmenso, de mi diario londinense, guarda señalado lugar. No me cuesta reconocer en la celebridad del libro, que la detención de sus rediciones, tornaría de culto, la aportación del pintor.
Siete. Después vendría, para Arturo, Nueva York, sitio del absoluto encuentro de sus dones y demonios interiores. Y, más tarde, Múnich, invitado por Mac Zimmerman. Su regreso a México, consolidará una trayectoria que se remontaba a sus inicios en la Academia de San Carlos, y que no tendrá reposo en cuando a búsquedas signadas por un singular clasicismo torpedeado en sus mismas entrañas. Ya en esta línea, trazará el magistral retrato de Juan Carlos Onetti, que le solicité para una redición de mi Onetti: calculado infortunio.
Ocho. En particular, recuerdo, la selección de autorretratos, expuestos, en 2000, en el Palacio de Bellas Artes, espacio compartido, entre otros maestros, del género, por Diego Rivera, Francisco Goitia y Frida Khalo (ésta ya en las alas de un fenómeno que no termino de explicarme, pero que llamo "la fridakhalización de Occidente"). Arturo Rivera no sólo conseguía la perfección en el dibujo, sino una visión del cuerpo y de la naturaleza, a lo menos, perturbadora y por qué no, entre grotesca y monstruosa.
Nueve. Traigo a cuento, para quienes su desaparición física llena de duelo, a modo de recordatorio, y para quienes se disponen a descubrirlo, a modo de iniciación, el libro Arturo Rivera. El rostro del dolor, que, en 1987, publicara la SEP, con una presentación de Olivier Debroise, y textos de Tununa Mercado, Pola Mejía Reiss, Santiago Espinosa de los Monteros, Víctor Manuel Mendiola y Francisco Serrano.
Diez. Debroise, cita una entrevista con Guadalupe Irizar, en la que Arturo precisa su técnica dibujística de una forma inusual: "primero preparo con creta el algodón sobre la tabla; la trama desaparece; dibujo con grafito, fijo el dibujo con caseína para lograr transparencia general del medio tono; refuerzo los oscuros, fríos y calientes (para hacer una carnación); saco luego las luces que también tienen valoración; luego los blancos, después los tonos locales; aíslo cada capa; siempre dejo la línea". La perfección técnica de un pintor cuya realidad conjuga visiones irreales, fusiones atroces.
Once. Lo tengo escrito. "No tarde mucho en descubrir un realismo de la figura sometida a una especie de precisa, perfecta desfiguración; la Belleza descuartizada, colgada, sangrante, en ganchos de carnicería".
Doce. Sujeto reservado, íntimo, áspero, Arturo; siempre elegante; pintor y dibujante genial, inmerso en la doma de imágenes (ojos, brazos, autorretratos, vejez) que bordean, ya el sueño, ya la pesadilla. Dura, durísima, ausencia, será la suya.