Opinión Fernando Curiel

A fondo

¿Quiénes somos? ¿Qué tan hondo siguen calando los males nacionales diagnosticados por el rector y, en seguida, secretario de la SEP, José Vasconcelos: la desigualdad y la ignorancia? ¿Le hemos puesto coto convencido al racismo?

Uno. La pregunta esencial no radica en si un Estado, ya en avanzada putrefacción, mudada la función pública en negocio privado, sus cuadros ocupados en el diezmo y esquilmo del presupuesto, el sistema judicial una vergüenza a voces, cotidianos el abuso del poder y los conflictos de intereses, puede maniobrar para "auto-reformatearse" vía contriciones y una lluvia interminable de leyes justicieras.

Dos. La verdadera cuestión es si la sociedad de la que dicho Estado, más que fallido, delincuente, es fruto y reflejo, puede enfermarse, estresarse, sufrir crisis nerviosa, verse arrastrada por un break down, coquetear con el suicidio; y en su mente delirante, que unifica clases y castas, optar, ora por una salida totalitaria, ya por una revolución popular. La que el Estado en ánimo de reformarse, pero cauto y tendencioso (a lo suyo), jura evitar a toda costa.

Tres. Me temo (¡ni modo!), que la respuesta es afirmativa, tanto para el salto atrás (así se revista de vindicación nacional), como para el salto al futuro (así sus protagonistas enfrenten diversas concepciones y manifiestos).

Cuatro. El punto clave es la sociedad de que se trate, no, a fin de cuentas, el aparato del poder.

Cinco. Sociedades enfermas lo fueron, a todas luces, la Italia de los 20 y la Alemania de los 30 del siglo XX. Sociedad que se rebela, arma, deja atrás la enajenación, "cura", es la mexicana del largo porfiriato (1877-1911). Para no remontarnos a los tiempos de la Independencia y de la Reforma.

Seis. A la vista de una violencia que se propaga como la humedad y sobre cuya estadística se practican verdaderos malabares, el ascenso imbatible del feminicidio, la crispación (bochornosa provocación en el zócalo), el espectáculo atroz de niños asesinos o asesinados, los dimes y diretes de partidos políticos (y, ¡ay!, vienen más), la constatación de una desigualdad económica y racial que frisa en lo obsceno, el delirio de promesas redentoras, la alianza laico-evangélica, ¿puede afirmarse que la mexicana de los inicios del siglo XXI es una sociedad enferma?

Siete. Aquí también, me temo, ¡ni modo!, la respuesta es afirmativa.

Ocho. Su ocupación se divide entre el ojo al gato de motocicletas que pueden transportar la muerte, salidas de centros comerciales o sucursales bancarias en los que aguarda el asaltante, y el garabato del I-phone y la Tablet vertederos de basura visual. Y si la amenaza pende sobre el automovilista, de imaginarse es lo que sucede con el compatriota de a pie.

Nueve. ¿El sino personal, el de la familia si la hay, el del barrio y su comunidad? En grado cero. Buena falta, la verdad, nos hacen investigaciones académicas y trabajos periodísticos más allá de lo obvio (narco, trata, violencia puertas adentro, chismografía de "estrellitas" y triunfos en la Meca del Cine de mano de obra barata, disque desavenencias de una clase política codificada por el mismo gen, etcétera), y se nos diga, o intente decir, qué sociedad real mexicana es ésta.

Diez. ¿De dónde viene, cuáles son sus diferencias, en qué rayos está, a qué le tira? (diría Chava Flores).

Once. No están bastando las diferencias (si las hay) entre "fifís" y "chairos", el consumismo antes y durante y después del Buen Fin (otra aportación de "Calderas" además de una guerra al narco sin estrategia ni táctica y una Estela de "Pus"), las sentidas condolencias por ídolos finados (de reciente y lejana data), el karaoke en masa, las forzadas evocaciones épico-históricas mientras se ignora de pe a la pa lo esencial de una gesta nacional capaz de rendir las más duras pruebas, los golpes bajos, el fuego amigo, la atención puntual a los avances bailarines de Peña Nieto, las promesas de investigaciones criminales que son vueltas de noria. No.

Doce. ¿Quiénes somos? ¿Qué tan hondo siguen calando los males nacionales diagnosticados por el rector y, en seguida, secretario de la SEP, José Vasconcelos: la desigualdad y la ignorancia? ¿Le hemos puesto coto convencido al racismo y a la supremacía criolla? ¿Puede continuar la industria de la conciencia mercantil instruyéndonos cómo hablar, qué sentir, en qué dirección opinar (y en algún caso trasladando al erario público sus monerías filantrópicas)? ¿De qué ufanarnos? ¿Qué resistir, amén de la resistencia cultural?

Doce. En horas, lector, lectora, que la violencia social muestra sus dientes y se exhibe, contra todo "¡Vade retro!", inexorable.

Trece. Que, de seguir así, ascendente ésta especie de chifladura colectiva, el futuro nos agarre confesados.

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