Opinión Fernando Curiel

Constitución e impotencia política

A mayor impotencia de la política real, mayor recurrencia a las reformas a la Constitución Política de 1917, independientemente de los gobiernos en turno, al margen de su color.

Uno. Tuve la suerte, corrijo, el privilegio de cursar Derecho Constitucional con el doctor Mario de la Cueva, eminencia facultativa. Y para quienes nos iniciamos pronto en el devenir de la UNAM (incluida la obra excepcional, arquitectónica, ambiental y educativa de CU, apenas unos años atrás inaugurada), figura axial de la institución toda.

Dos. Su método de exposición, texto y contexto, lo reencontraría pasados los años en la Historia Intelectual, tropa de refresco de los Estudios Literarios. Nos amistamos. Llegado el momento, me atreví a solicitarle me dirigiera la tesis de licenciatura. La entrevista tuvo lugar en su casa de la Colonia del Valle (la de entonces, sin ejes viales y OXXOS cual verdolagas). Me escuchó sin prisa, y de los temas posibles, yo, también ocurrente como hoy está de moda (venga o no al caso), propuse el de Derecho Constitucional Adjetivo.

Tres. A saber: la técnica con la que el propio texto constitucional, prevé sus adiciones, reformas e incluso autodestrucción. Esto último a la luz del precepto, el 39, que dispone, amén de otras expresiones de soberanía, la de que "El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno". El punto era aplicarse al tema, sustentarlo, teorizarlo. Aún hoy, lo confieso, lo veo académicamente viable.

Cuatro. Si bien a don Mario le cuadró, los trenes chocaron respecto al tiempo. A De la Cueva, guiado por un sexto sentido propio de la investigación, no le corría prisa, y fijó tres, cuatro años de preparación. En cambio, a mí el tiempo sí me corría prisa: me desempeñaba ya en la Suprema Corte de Justicia (a la postre mi único ámbito jurídico laboral, y perfecto observatorio de los episodios en el zócalo del 68), y estaba por casarme. La Facultad de Derecho había sido un rito de paso. El profesor Fernández Doblado, otro de mis dilectos, salió al paso.

Cinco. Dirigida por él, me titulé con la tesis (disculpas por el largo título) La acción penal como una categoría procesal y su ejercicio como un aspecto de la atribución de pretensión punitiva del Estado Contemporáneo. Gracia divina, mi hermana Diana conservó un ejemplar. Sin embargo, la verdad es que no tardé mucho en reparar que elegí una antigualla, como si paseara por Galerías Morton. ¿La legítima violencia del Estado? (mejor, se dice hoy, "Abrazos que balazos"). Es como si en vez de la justificada fuerza estatal me hubiera ocupado de la soberanía (que acabó en negociable), del territorio (que ya no llama a su defensa), de la población (a la fecha debatida entre el estrés y el break down, los efectos del futbol americano y la película triunfadora del Oscar).

Seis. Con razón, anticipatoria, había elegido un epígrafe que se convino, a la sazón, fuera de lugar y de los protocolos académicos: "¡Paren el mundo que me quiero bajar!". El caso es que seguí leyendo constitucional; tuve y tengo por gran aportación el distingo entre Garantías Individuales y Garantías Sociales (la suspensión de las primeras en aras de las segundas es el juego de mi novela Manuscrito hallado en un portafolios que, lo sé de primera fuente, irritó a algún salinista historiador dado por sí mismo de baja, y con tufos narrativos); y seguí el proceso de la mudanza del texto de 1917 en vertedero de la impotencia política.

Siete. Porque en lujo de remiendos y parches, confesión del fracaso de gobiernos en turno, al margen de su color (PNR, PRM, PRI, PRD, PAN, PRIAN y, me temo, Morena, todos con el mismo código genético), terminó la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917. A mayor impotencia de la política real, mayor recurrencia a las reformas. Total, ¡si la ausencia de lectura en nuestra cultura! De ahí el espanto que me produce, la loca tesis de una nueva Constitución. Con la clase política, ayuna de ideología, oportunista, chapucera y chapulina, pero dueña del cotarro, cárteles de nueva especie (¡y vienen más!). Con los cárteles de viejo cuño, abiertamente delincuentes (droga, derecho de piso, extorsión, secuestro) adueñándose del territorio. Con una retórica del poder que se desgasta, por contradictoria, autoparódica, a ojos vistas.

Ocho. ¿No tuvimos suficiente con la Constitución de la Ciudad de México, reparto de poderes y partidos, Constituyentes chafas, desfile de disque "celebs", confusión entre demagogia de derechos y severidad de obligaciones, una pachanga en suma? ¿A quién se le ocurre mudar el nombre histórico de la Ciudad de México, por una jodida marca comercial? ¿O negar el estatuto de Distrito Federal, a un territorio que es sede de los Poderes Federales? Pues a esa pareja que sería de carcajada, si no se valiera de recursos de baja comicidad, formada por el presidente Peña Nieto y el regente Mancera. Aplaudida, ¡ay!, por una claque que raya en el cinismo.

Nueve. Mejor que, parchado y todo, quede como está, testimonio del desastre de la política, el texto constitucional del 17. Con el aroma de sus columnas, la Tierra, la Educación y el Trabajo. Sin un pelo de analfabeta, ágrafa y ayuna de ideas (como alguno de mis admirados en incansablemente estudiados "ateneístas" tuvo el desliz de afirmar). Que el caldo no salga más caro que las albóndigas. Digo.

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