Fernando Curiel

Iguala, Ayotzinapa, desaparición forzada

El pasado 26 de septiembre de este 2020 se cumplieron seis años de la desaparición forzada de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa. El gobierno actual, asumió la promesa de develar otra verdad de lo acontecido, opuesta a la “histórica”.

Uno. El pasado 26 de septiembre de este 2020 mostrenco (y antesala de quién sabe qué realidades), se cumplieron seis años de un episodio con todos los visos del infierno nazi. Iguala, cuna del pacto Trigarante y del Patrio Lábaro, escenario de persecuciones, balaceras, un rostro desollado, el ataque letal a un autobús que transportaba un equipo juvenil de fútbol, otras muertes inocentes...

Dos. Y la desaparición forzada de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, en ruta, incluida la toma de camiones de pasajeros, a la Ciudad de México, para participar en un aniversario más del tlatelolca 2 de Ocrubre.

Tres. El gobierno actual, asumió la promesa (en plena campaña electoral) de develar otra verdad de lo acontecido, opuesta a la "histórica", surtida por el antecesor; "verdad histórica" que se ha revelado montada, maquinada, falaz, truculento truco, zafia cortina de humo, coartada, encubrimiento. Promesa justiciera, sin embargo, incumplida en lo esencial.

Cuatro. Ya he contado cómo, hallándome yo en Taxco, a tiro de piedra de Iguala, aquella noche de espanto, al día siguiente, 27, me sorprendió el conocimiento vox populi del contexto: una política de tráfico de siglas partidarias (el gobernador, de cepa priista, se había mudado perredista); una mala fama escandalosa (narcotráfico, negocios) de la pareja que gobernaba el municipio, y su aliento y protección por algún sujeto perredista; las batallas por la plaza entablada a muerte por dos grupos delincuentes, Los Rojos y Los Guerreros Unidos, infiltrados en la municipalidad.

Cinco. El estado de Guerrero: extremo en pobreza, líder en la siembra de amapola, estrenando laboratorios de drogas sintéticas, su mal gobierno obsesionado por informar (más a los medios que al Congreso), que en Acapulco no cabía un alma turística más. Misión cumplida.

Seis. Lo que, advertí, no quedaba claro, era el papel de la Policía Federal, pese a los indicios de que había monitoreado en tiempo real los desplazamientos de los normalistas, durante aquel día vergüenza nacional; ni del Ejército, pese a contar con un enorme cuartel casi en el corazón de Iguala (lo que sí se sabía eran las tersas relaciones de sus mandos, con la conyugal autoridad civil). Lenguas asimismo se hacía la gente, de un quinto autobús, cargado de droga y con destino a Chicago, que los normalistas tuvieron la mala suerte de requisar al arribar a Iguala.

Siete. Y ni luces del paradero de los jóvenes normalistas, ni de las condiciones precisas de su desaparición forzada, aún al día de hoy, especulación que se abisma (y a la que se saca raja).

Ocho. Lo que vendría, sería el montaje judicial; la oportunidad perdida del presidente Peña Nieto de alentar una investigación a fondo que sirviera para parar el derrumbe de su inicial popularidad y lavar la imagen de un jefe bandolero; el saneamiento de una realpolitik cochambrosa; la protección a la pareja municipal para que huyera del lugar del crimen; el desparpajo de mandatario local, de que su salida, exigida por tirios y troyanos, se sometiera ¡a un plebiscito nacional!

Nueve. La "verdad histórica" se armó a toda prisa, sin omitir el expediente de la tortura (que más adelante lastraría el proceso), y se exhibió simplona. La policía de Iguala había encapsulado a los normalistas, y los habría entregado a la de Cocula, la cual a su vez los pondría en manos de Guerreros Unidos. Estos los habrían ejecutado, quemado sus cuerpos en el basurero de la población, y arrojado sus restos, en bolsas, en el Río San Juan. Autor del script: Tomás Zerón de Lucio (hoy fugado), jefe de la Agencia de Investigación Criminal de la PGR. Relator: el procurador Murillo Karam (hoy en casita, como si nada).

Diez. Versión que el Grupo de Expertos Independientes, traídos al país, a regañadientes, y más tarde expulsados (digámoslo con sus letras), echaría por tierra. Y así, con versiones y contra versiones, se han pasado estos seis años. Hasta que irrumpió la solemne promesa, el compromiso reparador, de AMLO (que por su parte, sigue en campaña).

Once. Y entretanto, en lugar de la verdad desnuda, técnica, procesal, de lo realmente ocurrido la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de aquel año 2016, ha tomado cuerpo lo que no me detengo en llamar la Industria Ayotzinapa. En dos vertientes antípodas.

Doce. De un lado, el reclamo de familiares y deudos (padres, hermanos, vecinos), por conocer el destino de los desaparecidos, y que dará origen a todo un movimiento, de resonancia nacional e internacional. De otro, el medro de la infamia con fines político-electorales o descaradamente politiqueros y electoreros.

Trece. Y entre uno y otro par de extremos, los grises de una indignación que no sabe decir su nombre; de libros, reportajes, documentales, de variada calidad; de sensiblería oportunista (me entero que 43 poetas, no sé quienes ni con qué méritos, dedicaran su numen a los 43 desaparecidos).

Catorce. Mientras tanto, quedan en pie, la atroz verdad, la verdadera, de lo realmente ocurrido, y las responsabilidades en el grado que sea de los participantes en el montaje; y, desde luego, el análisis sin cortapisas ni chantajes ideológicos de un proyecto educativo por demás avanzado en su momento cardenista, el de las normales rurales, pensadas en dar opciones a jóvenes y comunidades empobrecidas, apartadas, desahuciadas, de descoyuntado futuro (como anda, ¡ay!, la Nación entera).

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