Fernando Curiel

La Avenida Madero y algunos de sus hitos

El autor nos hace un recorrido por la historia de la Avenida Francisco I. Madero, que antes de 1914 se llamó Plateros, sus edificios emblemáticos, las calles que la atraviesan y la enumeración de los “lugares de la memoria” capitalina.

Uno. No todos lo tienen presente (la desmemoria urbana se ha vuelto tic), pero antes de su rebautizo en 1914, La Avenida Francisco I. Madero, se llamó, en la nomenclatura y en la leyenda, Plateros, nombre común de tres tramos: San Francisco (por el enorme convento del mismo nombre, vencido por la picota de la Reforma); La Profesa (por el templo, que permanece); y Plateros propiamente dicho, por su origen en el oficio de la platería. Siempre popular (bueno, clasista en el porfiriato), hoy por hoy, segundo año de la peste, su flujo queda sujeto a los cambios de luz del semáforo López-Gatell.

Dos. En su dilatada y fecunda historia, la rúa que nace (o concluye) en el zócalo, y concluye (o nace) en lo que fuera San Juan de Letrán (hoy Eje Central Lázaro Cárdenas), ha contado con significativos hitos comerciales, sociales y culturales. Por no citar, sus edificios emblemáticos. En tiempos novohispanos: el citado Convento de San Francisco, el Palacio de Los Azulejos, el Palacio de Iturbide, la casa urbana del minero José de la Borda, entre otros. Durante la Reforma (que para mí incluye lo mismo a Juárez que a Lerdo de Tejada que a Porfirio Díaz), por igual a los cafés El Cazador y Concordia, a casonas que el tiempo destruiría, a perfumerías y cristalerías afrancesadas, y al templo de San Felipe.

Tres. Escrito lo anterior a toda prisa, y en respeto al breve espacio de un artículo. En los tiempos modernos y contemporáneos, sobresalen: la joyería La Esmeralda, primera sala de proyecciones cinematográficas (Sala Lumiere, en los bajos de la Farmacia París), Sanborns, el Edificio Guardiola, el Salón Rojo, la primera sede que fuera del Fondo de Cultura Económica en combinación con la naciente Casa de España (enseguida El Colegio de México), la Librería Madero, la Torre Latinoamericana, el Museo Del Estanquillo.

Cuatro. De otra parte, las calles que la atraviesan, Callejón de la Condesa, Gante, Bolívar, Motolinía, Isabel la Católica, La Palma, son sitios de entrada a otros parajes del Centro Histórico (antes Primer Cuadro, antes Colonia Centro, si no me equivoco), de enorme relevancia en la historia de esta Ciudad de México que se nos ha ido cual arena entre los dedos, desbordada, crecida ayuna de planeación, pasto de especuladores insaciables, redensificando hoy sí mañana no, y una brutal preferencia del automóvil particular sobre el transporte público (que hoy trata de paliarse con ciclovías a lo loco, achicando vías principales y elevando la mortandad de ciclistas).

Cinco. No sobra la enumeración de los "lugares de la memoria" capitalina, a los que Madero, o sus calles ramales, conducen. Ese Palacio Nacional, que la protesta fémina (movilización en realidad, y de pronóstico reservado al tiempo, pero que ya puede preverse de gravedad extrema), ha convertido en pantalla gigante de mensajes sin respuesta. La Catedral y su contrapunto, el Templo Mayor. El Portal de Mercaderes (donde, confío, sobrevive la sombrerería Tardan). Y, a unos pasos, el original Palacio de Hierro. Y, a la altura de Gante, al Paisaje Iturbide, que quién sabe qué disputa, mantiene cegado, y más adelante, a la cantina La Luz, la de los inefables chamorros y los sandwiches de carne tártara. Y así por el estilo.

Seis. Regreso a Madero. Si bien es verdad, que la venta de libros, no sólo revistas, en el Sanborns de Los Azulejos (best-sellers, auto-ayuda), introdujo el trato despersonalizado, también lo es que por décadas mantuvo su condición selecta, en un tú a tú de obras, lector y librero, la librería "Madero", en el número 12 de la calle. Giro del refugiado español Tomás Espresate, la Librería Madero, que terminaría en manos de quien le imprimió su memorable sello, Enrique Fuentes Castilla. Fallecido, a los ochenta años de su edad, el 8 de marzo. Del caso del destino de esta señalada aventura, en el campo de la memoria urbana, de su incidencia en el ser cultural capitalino, y en la sobrevivencia a toda costa del barco (entre los oficios terrestres de don Enrique, estuvo la marinería), que él puso a la mar, en estas horas de naufragios, me ocuparé en un próximo artículo. Sólo anticipo que la voracidad del dueño del local, obligó a don Enrique a mudarse a Isabel la Católica 97.

Siete. Termino. Bastaría, que usted, si lo anima uno de estos cambios de luces en el semáforo sanitario (que, cómo negarlo, recuerda a aquel "rifle sanitario" de los cuarentas del pasado siglo, que diezmo nuestro hato ganadero), se asome a Madero (antes Plateros), en su punta oriente, para, inmóvil, viajar por el tiempo. A su mano derecha, podrá imaginar la plazuela de Guardiola y su fastuosa casona rematada con dos leones; o, en el Callejón de la Condesa, la escena que recrea, el original Julio Torri. Dos gargantones novohispanos, se estorban el estrecho paso. Enlistan sus títulos nobiliarios para rendir al otro. Dos días dura el atorón. Interviene el Virrey y dicta que cada carruaje la emprenda, pero en reversa.

Ocho. También podrá usted ver, en el plano de la realidad, el imponente Palacio de Bellas Artes y, aquí sí, en el plano de la imaginación, ver de nueva cuenta levantarse las hermosas semicirculares Pérgolas, que algún ignaro gobernante de la Capital, mandó derruir, sin tocarse el corazón (porque no lo tenía). Enseguida, montar la cámara de su mirada a La Alameda, al Hemiciclo a Juárez; y, más allá, al fondo, figurarse el Quemadero de San Lázaro con el que la Santa Inquisición, nuestro Ku-klux-klan, imponía su pensamiento único, su intolerancia. ¿Tiempos ya sobrepujados, gracias a Independencia, Reforma y Revolución? Me disculpo, pero temo que no.

COLUMNAS ANTERIORES

Ciudad letrada expandida
La realización simbólica

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.