Opinión Fernando Curiel

Los Reyes y la Decena Trágica

El autor hace una semblanza de Bernardo Reyes gran figura del porfiriato, gobernador (¿inventor?) del Monterrey moderno.

Uno. Reza la conseja popular, que, a los adictos al poder, de mero oropel o efectivo, los pierden sus propias acciones o los ciegan los Dioses. A mi general Bernardo Reyes, héroe militar de la Guerra contra Francia, gran figura del porfiriato, gobernador (¿inventor?) del Monterrey moderno, padre de Rodolfo y Alfonso Reyes, lo cegarán los Dioses.

Dos. A sus lustres de militar y político, se añadirá el baldón de haber desatado la Decena Trágica que trajo la calamidad criminal de Victoriano Huerta (verdugo del presidente Francisco I. Madero y del vicepresidente Pino Suárez), bombardeó a la Ciudad de México (y su Reloj Chino), y marcará la vida de Rodolfo y Alfonso; todo esto al dictado de la absurda pretensión del padre de tomar el Palacio Nacional. Válido no de armas sino de palabras. Respuesta: su ametrallamiento y muerte. A su lado, salvando la vida de milagro, el hijo Rodolfo.

Tres. No de balde, en vena de burlas veras, a la pregunta de un médico ignaro de la historia de México, sobre la causa de la muerte de su antecesor, responderá Alfonso que de "ametralladora".

Cuatro. De esta intervención de los Dioses, inspirado en páginas innúmeras de Alfonso (y el norte de su propia vida, de pronto destronada), las memorias mexicanas de Alfonso, la reconstrucción histórica del amigo Gastón García Cantú y de José C. Valadés (y aún las estampas periodísticas de José Alvarado), me ocupo en el prólogo de la edición crítica de un singular manuscrito del hijo Alfonso, antecedente de su Oración del 9 de febrero, testimonio de fervor filial. Aludo a: Mi óbolo a Caronte. Testimonio del general Bernardo Reyes.

Cinco. Con elementos de tragedia griega están tejidos el ascenso y la caída de Bernardo Reyes. Relaciones de familia lo acercan a Porfirio Díaz, en el estreno de un régimen constitucional-dictatorial que se dilatará entre 1877 y 1911, aduana de la Revolución Mexicana, Díaz lo destina a la pacificación de pueblos originarios insumisos. En correspondencia a la eficacia, lo hace primero gobernador militar, y después civil, de Nuevo León. Lo que le gana el odio de los liberales, a la sazón en sabor magonista, y el remoquete de "Procónsul del Norte".

Seis. Tal es el éxito de su gestión modernizadora, del surgimiento de Monterrey como zona industrial (acerera, cervecera, vidriera; de avanzada su legislación laboral y su desarrollo bancario), que, en una de sus visitas a la región, el dictador, contra su mutismo, su instinto del poder, declarará "¡Así se gobierna!"

Siete. ¿Cuándo empieza el trazo de la caída? Conjeturo que cuando el dictador, en sus alambicados juegos de auto sucesión, lo lleva al centro, a la Secretaría de Guerra, y se da pie a un conflicto entre reyistas y limantouristas (los "científicos", partidarios del todo poderoso, y, ni modo, virtuoso financiero, José Ives Limantour, secretario de Hacienda). División, además, entre hermanos: el brillante Rodolfo, reyista encendido; más joven, inexperto, pero ya del todo ganado por la causa cultural, redentora y excluyente, Alfonso, escéptico de las pretensiones del padre.

Ocho. "Don Perfidio" se inclina por Limantour, devuelve a don Bernardo a Monterrey (ambiente ya envenenado) y, más tarde, a un ostracismo parisiense. La Revolución enmaraña el destino. El general decide competir con la nueva estrella del firmamento político, Madero, y él mismo llama al desastre. Con cruel lógica, a su plan insurrecto, lo llamará Plan de la Soledad (por el sitio en el que lo redacta). Por San Antonio, Tejas, lugar de exilios, cruza la frontera. En efecto, ningún correligionario lo sigue. Destino: Prisión Militar de Tlatelolco (en la Penitenciaria, el bueno para nada de Félix Díaz, también levantisco).

Nueve. La herida familiar nunca se cierra. En 1930, en Buenos Aires, el hijo escritor pleno, somete la gorra de cazador que portaba su padre el día de su vano intento golpista, para someterla a un examen psicométrico a manos de Irma Maggi. Una década antes, había escrito, en Madrid, la coartada Ifigenia cruel, malograda catarsis. A su regreso definitivo a México, epistolarmente, Martín Luis Guzmán le confirmara que, en efecto, el presidente Madero le envió mensajeros para que garantizara el retiro de mi general a la vida privada. Y que (culpa que lo perseguirá) el hijo se negó a intervenir.

Diez. En resumen, Alfonso no parará en el intento de mitificar a su señor padre (héroe militar, lector romántico, poeta esencial) y, al mismo tiempo, guardar reconcomios contra el hermano Rodolfo. A la muerte de este último, en la España del exilio, escribirá sin reconciliarse: "Ya estás luchando con la sombra, hermano/ y te fuiste detrás de tu reflejo/ como el que se perdió en el espejo".

Once. Herida tribal inmensa de febrero de 1914.

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