Uno. A Mafalda, la llamaba yo, prima tercermundista de la gringuita Lulú, o, a ésta, prima imperial de la niña argentina. Sólo que mientras el mundo de Lulú se constreñía, en temas y público, a la infancia, Mafalda se convirtió en ícono del mundo adulto, con más pegue sin lugar a dudas que entre las de su misma edad. Una Mafalda que no sólo odiaba la sopa, sino ecologista, ambientalista, justiciera, feminista.
Dos. Ya vuelta trend, must, y demás calificativos de este hoy obsolescente, recuerdo su efigie en oficinas y cubículos de investigación de Ciudad Universitaria, con una prodigalidad digna del culto. Mafalda intelectual.
Tres. En cambio, no recuerdo su conexión (que la hay), por los escasos veneradores locales de las historietas, de las tiras cómicas, con la señora Burrón, la esposa de don Regino, mitad guerrera adulta y mitad niña progresista, y su hija Macuca, adolescente es verdad.
Cuatro. Quino, el genial pero discreto creador de Mafalda, falleció el pasado mes de septiembre de este endemoniado 2020, después de haber nacido el 17 de julio de 1932, en Mendoza, Argentina, no como Quino si como Joaquín Salvador Lavado. Sin concluir sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de su ciudad natal, encamina sus pasos a Buenos Aires, donde busca sobrevivir, primero en la publicidad (ni suya ni de Mafalda, sino mía, es la sentencia de que "A la etiqueta la desmiente el producto"), y después en el periodismo gráfico. Es en este doble contexto que nace Mafalda.
Cinco. La vera historia de la historieta mafaldina, reza que, al dibujante se le encargó una tira cómica que sirviera de soterrado anuncio de una fábrica de electrodomésticos. Plan con maña, en efecto. Si bien no aparecía el nombre de la empresa, Mansfield, debían aparecer diversos aparatos eléctricos por ella fabricados, amén de que, el nombre, de todos los personajes, debería empezar con la letra M. Obvio recurso subliminal.
Seis. ¿De esta circunstancia, nació Mafalda? No. Maravillosa coincidencia, Quino había visto una película en la que la niña llamábase, precisa, preciosamente, Mafalda. Por el contrario, Manolín, precoz comerciante, sí es de la entera invención de Quino, aunque inspirado en el hijo de un amigo periodista al que sacrificará la dictadura militar. Dar la cara, es el título de la película que pare a Mafalda.
Siete. La aventura no tiene buen fin, cuando los periódicos a los que la fábrica envío la tira, descubrieron que en realidad se trataba de publicidad encubierta de la marca Mansfield. Sólo que, afortunadamente, su dibujante y "letrista" conservó el material original, doce "muestras". Que van a dar a la revista Primera Plana. Éxito inmediato.
Ocho. Si bien empieza con una periodicidad semanal, la respuesta abrumadora de los lectores, obliga a una novedad cada 24 horas. Lo que se concibió como embozada publicidad de electrodomésticos, estalló, primero en Buenos Aires, después en el país gaucho, en seguida en América Latina y, por último, en el mundo. El personaje conocerá una celebridad, proporcionalmente inversa a la discreción de su creador.
Nueve. Reserva de la que, sin embargo, lo sustraerán la atención prestada a su obra por intelectuales de la talla de Umberto Eco, la Legión de Honor francesa y el Premio Príncipe de Asturias del gobierno español, entre otras instituciones dedicadas a consagrar. La fecunda relación, inspiración mutua, complicidad, pareja influencia, y por qué enajenación, entre Quino y Mafalda toca a su fin justo el 25 de junio de 1973, año en que aparece la última tira.
Diez. La historia mexicana de Mafalda, empieza con su debut en el desaparecido periódico Novedades. Punto de arranque de una adicción que, con altibajos, se mantiene hasta el presente, en que los augurios de la pequeña Casandra, se cumplen desmedidamente. Baste pensar en el medro y abuso humano de Natura. Que se las está cobrando con creces.
Once. Y vale la pena detenerse en una legendaria reaparición. Con motivo de la presentación del libro Mafalda inédito, en la librería Fausto de Buenos Aires, el cartel del anuncio no sólo mostraba a la galería de personajes, sino a la niña Mafalda, empuñado una pluma que la sobrepujaba en altura. Pudo haber sido una pistola, si esta disparara en vez de balas, tinta, palabras. Tinta y palabras cuestionadoras; explosivos en las junturas de un mundo armado con piezas equivocadas. Insensatez, opresión, nulo sentido de la justicia, desigualdad sistemática de los sexos.
Doce. Por supuesto que la propiciada por la niña, en su forma de reconocer la realidad, insertarse en ella, aparejaría una revolución pacífica y pacifista. Nada comparable, por ejemplo, con la que, por su época, proponía el Abbie Hoffman de Roba este libro, manual de demolición, día a día, en restaurantes y supermercados, en Nueva York y en Chicago y en Los Ángeles y en San Francisco, del "sistema".
Trece. O con el feminismo radical combatiente, que vestido de negro y el rostro embozado, arroja bombas molotov, se apodera violenta de instalaciones, le declara la guerra a bustos y estatuas como la de Cristóbal Colón, quien, creyendo navegar a la India, descubrió de chiripa el Continente Americano.
Catorce. Creada, no menos accidentalmente por Quino en 1964, quien, en vez de publicitar aparatos electrodomésticos, descubriría una nueva educación sentimental (hogareña y ácida), de miles, millones quizá, en el Nuevo y en el Viejo Mundo, para el momento de este texto, octubre de 2020 (con la pan demoniaca peste ralentizada o en repunte), Mafalda es un señora cincuentona.