En el contexto de la Guerra Fría, en los años sesenta, México tenía contacto directo y constante con Cuba, que le servía al gobierno en sus negociaciones, no pocas veces tensas, con Estados Unidos. Echeverría admiraba y apreciaba a Fidel Castro, pero también tenía tratos con la CIA. Ya como presidente, estableció Echeverría con Cuba un sistema perverso. A Cuba viajaban clandestinamente muchos jóvenes en busca de entrenamiento militar e ideológico; uno de esos jóvenes fue Rafael Sebastián Guillén Vicente, mejor conocido como el Subcomandante Marcos. Cuba los admitía de buen grado, no sin informarle al gobierno mexicano la lista de sus ‘invitados’. Cuando los muchachos terminaban la instrucción, zarpaban en supuesto secreto de Cuba a las costas de México, emulando al Granma. Y digo en supuesto secreto porque Cuba avisaba quiénes se habían embarcado y dónde desembarcarían. El gobierno mexicano no apresaba a los jóvenes, los seguía, los infiltraba, finalmente acababa con ellos. Un sistema perverso.
Luis Echeverría seguía patrones. Repetía situaciones que le funcionaban. No se trataba de rituales sino de la repetición de procedimientos, propio de una mentalidad burocrática. El 2 de octubre de 1968, mientras los jóvenes se iban concentrando en la Plaza de las Tres Culturas, los militares estaban bloqueando con tanquetas todos los accesos a la Plaza, a la par que un grupo de militares se colocaba detrás de la última fila de manifestantes. Simultáneamente, Luis Echeverría estaba en una oficina de Los Pinos, en reunión con David Alfaro Siqueiros, personaje representativo y reconocido de la izquierda mexicana. Cuando comenzó la balacera, un ayudante de Echeverría se le acercó y le dijo algo al oído. Se levantó para atender una llamada, el secretario de Gobernación puso cara de incredulidad y sorpresa. Le contó lo que pasaba a Siqueiros, quien debió de haberse quedado con la impresión de que los acontecimientos en la Plaza habían sorprendido al secretario. Casi tres años después, el 10 de junio de 1971, los jóvenes universitarios habían vuelto a la calle, en parte para probar los límites de la ‘apertura democrática’ que Echeverría decía encabezar. Ese día, en ese momento, Echeverría estaba reunido con Heberto Castillo, personaje admirado y respetado de la izquierda, al que le exponía un proyecto hidráulico de Hank González. Un ayudante interrumpió la reunión y le dijo algo a Echeverría al oído. Se levantó a atender una llamada y puso cara de incredulidad y sorpresa. Le contó lo que pasaba a Heberto Castillo, quien debió de haberse llevado la impresión de que los acontecimientos sorprendieron a Echeverría. No se trataba de una coincidencia ni de un ritual, sino de una rutina.
Por pragmatismo, Echeverría alentaba una posición y la contraria. Se le caricaturizaba por su frase “no es esto ni aquello sino todo lo contrario”, que se podía adaptar a muchas circunstancias. Echeverría prometía una “apertura democrática” y operaba matanzas de estudiantes para impedir esa apertura. Cuando en Argentina, Uruguay y Chile los militares se hicieron violentamente del poder e instauraron dictaduras sangrientas, México se abrió al exilio proveniente de esos países. Echeverría quería emular a Cárdenas con su política del asilo. Pero como en el caso cubano, Echeverría recibía a los exiliados al mismo tiempo que proporcionaba nombres, actividades y control, por medio de Gobernación y los permisos de estancias, a las dictaduras que los perseguían. Un doble juego: abrirse al exilio y entregar información a las dictaduras.
Uno se queda con la impresión, luego de leer Nadie supo nada, la verdadera historia del asesinato de Eugenio Garza Sada (Grijalbo, 2010), de Jorge Fernández Menéndez, de que el gobierno de Echeverría sabía que se llevaría a cabo el secuestro del empresario y a pesar de eso no hizo nada para detenerlo. Una inacción criminal. Era su obligación detener ese secuestro y no lo hizo. Los agentes de Echeverría tenían localizada a la célula que daría el golpe, pero no lo impidieron. Esa complicidad con el crimen arroja luz sobre un subsuelo sobre el que Echeverría parecía tener el control. En Sudamérica, en esos años, las guerrillas activaron la respuesta violenta y desmedida de los militares, que derivaron en dictaduras. En México, Echeverría, como responsable último, optó por una combinación de fuerzas militares y paramilitares y con esa fuerza combatió a la guerrilla mexicana en acciones conocidas como la guerra sucia. Dualidad: organizaba una guerra clandestina contra las guerrillas y grupos de izquierda radical, y hacía caso omiso en el crimen que le quitó la vida a Eugenio Garza Sada.
Gabriel Zaid escribió “El 18 Brumario de Luis Echeverría” (en De los libros al poder, DeBolsillo) y Daniel Cosío Villegas le dedicó una trilogía, en la que se incluye El estilo personal de gobernar. ¿Cuál fue el estilo personal de gobernar de Echeverría? El engaño, el crimen, el narcisismo, la megalomanía, el empleo de cualquier recurso para incrementar su poder político.