Como parte de la ola populista que recorrió el mundo, las fuerzas liberales perdieron en julio de 2018 la presidencia y el Congreso. Luego de la derrota, la oposición se negó a realizar una autocrítica necesaria (por qué se perdió, por qué los repudió el electorado). Faltos de vergüenza, ninguno de los dirigentes de los partidos derrotados presentó su renuncia. A ninguno de los principales actores de la oposición se le ocurrió explicar la derrota. Si no saben por qué perdieron, difícilmente podrán volver a ganar, atorados en los mismos errores.
Los siguientes cuatro años la oposición y gran parte de la prensa independiente se dedicó a denostar a López Obrador. Su lenguaje, su vestimenta, sus pifias históricas, sus desplantes autoritarios, su desprecio por la ley. Granearon las críticas y las burlas. Muy pocos intentos de comprender sus razones. (Reconozco que me incluyo en ese conjunto negativo.) De la burla se pasó a la descalificación total: es un tirano, un dictador. Estos términos incendiarios por desgracia no son útiles al momento de tratar de entender la situación: ¿por qué su alta popularidad? No me refiero solamente a su arrastre popular sino a su aceptación entre sectores educados. Si hubiéramos dedicado el mismo tiempo y entusiasmo para denostarlo que en construir nuevos partidos, inéditas alianzas entre la sociedad civil, tendríamos por lo menos algo. La realidad es que tenemos partidos enanos y una sociedad civil fragmentada.
No todo ha sido negativo, se han alcanzado victorias importantes: se detuvo el intento de prolongar la presidencia de Arturo Zaldívar en la SCJN; la consulta para enjuiciar a los expresidentes y la consulta para la revocación de mandato fueron ridiculizadas con votaciones muy bajas; se contuvo la reforma eléctrica, la militarización y la contrarreforma educativa (en los dos primeros casos la decisión final está a cargo de la Suprema Corte, en el tercer caso se encuentra suspendida por un mandato judicial). Se alcanzó a frenar la reforma electoral (el ominoso plan A, aunque continúa en marcha la implantación del no menos destructivo plan B). Esto no se hubiera logrado sin la presión de la sociedad civil. Sin embargo, continúa intocado y sin contrapesos el principal instrumento de gobierno de López Obrador: sus conferencias matutinas. Espacio sin regulación, el presidente ha convertido esa tribuna en un espacio para calumniar, mentir y emitir su propaganda. Desde el principio se pudieron haber encontrado formas legales de impugnar esa tribuna. Los intentos de crear espacios paralelos han fracasado. Al despreciar ese espacio, opositores y sociedad civil han dejado libre al presidente para decir lo que le venga en gana. Peor aún: ni siquiera lo vemos, con ello hemos renunciado a entender sus razones, a comprender el sentido de su narrativa. Si no se conoce a fondo al adversario, difícilmente podremos derrotarlo.
Mientras la oposición continúa titubeando, dividida, desgastándose en la organización de foros inútiles, no hay día en que López Obrador no avance en el intento de perpetuar su movimiento. Adelantó la sucesión, les dio carta blanca a sus precandidatos para violar la ley (anticipando sus giras de campaña, utilizando el presupuesto para su promoción, permitiéndoles el descuido de sus funciones). Sus propósitos son claros: intentó el control de la Suprema Corte, porfía en el debilitamiento del Instituto Electoral, otorga prebendas al Ejército, permite que el crimen organizado participe en las elecciones. Mientras el presidente va tejiendo por la mala la continuidad de su proyecto, la oposición se mantiene desunida y sin definición.
Existe una separación significativa entre la sociedad civil y los partidos. Estos últimos se niegan a abrir sus candidaturas a personas ajenas a la militancia. Pero lo que resulta dramático es el abismo abierto entre los partidos y la sociedad civil (mayoritariamente clase media) y la sociedad a secas (el pueblo llano). Esto pudo verse con mucha claridad en la marcha del 13 de noviembre. La clase media puede tener espacio en los medios, pero por sí sola no podrá ganar las elecciones que se avecinan.
Es momento de formar un frente amplio, lo más abierto y generoso posible. Es hora de que los partidos cedan sus espacios plurinominales a ciudadanos con prestigio y que concreten la posibilidad de contender por la presidencia. Ha llegado el momento de comenzar a articular un programa común (que contenga formas de participación popular y atención prioritaria al combate contra la pobreza). No podemos seguir perdiendo el tiempo. Es urgente que se propongan los mecanismos para elegir candidatos (debates, elecciones primarias). Es momento de formar un frente que muestre unidad y voluntad de poder, cohesionado en torno a un gobierno de coalición, que incorpore a todas las clases sociales, a partidos y ciudadanos. Ha llegado la hora de pensar en el riesgo de seguir paralizados. No lo permitamos. Debemos actuar. Ya.