Leer es poder

Felices de vivir en Pejelandia

A los escépticos que señalaban que un rasgo inequívoco del autoritarismo populista era que el mandatario no dejaba de hablar y se apropiaba de los canales oficiales para trasmitir sus interminables peroratas, el presidente les calló la boca.

Tal como lo anunció nuestro presidente cuando andaba en campaña, desde el día en que tomó posesión de su cargo se acabaron la corrupción y la violencia. Ahora todos somos felices.

Qué bueno que canceló la construcción del nuevo aeropuerto, quién lo necesita. Los inversionistas del mundo quedaron sorprendidos por la audacia de la decisión presidencial. "Los mexicanos deben tener una carta oculta si son capaces de arrojar miles de millones de dólares a la basura", dijeron antes de apresurarse a abrir sus carteras. Ahora México ha dejado muy atrás a China y Brasil en inversión extranjera. Los tres aeropuertos funcionan de maravilla y Riobóo es considerado uno de los científicos más destacados del mundo por su descubrimiento de que los aviones se repelen. Pero lo mejor de todo es que se logró salvar el lago de Texcoco. El año entrante en la Ciudad de México, aparte de la Fórmula 1, se celebrará en el lago un vistoso certamen de embarcaciones alegóricas. Hasta las aves migratorias de Canadá han cambiado sus rutas para deleitarse con sus aguas cristalinas.

Tenía razón el presidente: gracias a su ejemplo desapareció la corrupción. El INAI se reveló inútil, ¿para qué queremos transparentar las acciones de gobierno si ya nadie roba? Ya nadie pide mordidas ni moches y sólo avanza el que no transa. Se acabó el nepotismo, ¿se acuerdan cuando antes el presidente podía nombrar embajadora en Estados Unidos a la tía de su mujer? Se acabó el amiguismo, ¿recuerdan cuando el presidente podía nombrar como director de Pemex a un inexperto sólo por ser su amigo y paisano? La corrupción quedó atrás, lejanos aquellos tiempos en los que el presidente podía imponer como ministra de la Suprema Corte a la esposa de su constructor favorito.

A los escépticos que señalaban que un rasgo inequívoco del autoritarismo populista era que el mandatario no dejaba de hablar y se apropiaba de los canales oficiales para trasmitir sus interminables peroratas, nuestro presidente les calló la boca con sus discursos parcos y la precisión con la que maneja sus datos. Como buen demócrata, a nuestro mandatario le interesa que la sociedad se exprese y no que él sature todos los espacios.

La noche quedó atrás. No más un partido de Estado. El clientelismo (esa costumbre priista de crear clientelas electorales a cambio de apoyos al gobierno) desapareció en las tinieblas. Hoy nadie podría decir que el presidente quiere impulsar a los superdelegados federales como posibles candidatos de su partido. Ni al más malpensado se le ocurriría sugerir que los Censos del Bienestar que levantaron las huestes de Morena tendrán un uso electoral. Nuestro presidente supo desprenderse de su partido originario y desde el primer día demostró que su único partido es México (Es cierto que a veces le da por calumniar a sus opositores, pero lo hace en tono de broma, casi con cariño…). Como el delito electoral es ahora delito grave sin derecho a fianza, los adversarios del partido del presidente supieron a qué atenerse, sobre todo porque las reglas las dictó, oh sorpresa, el partido del presidente.

En otra cosa en que nuestro presidente tuvo razón fue en el asunto de la violencia, que ya dejó de ser un problema. Desde el momento en que la banda presidencial cruzó el pecho patriota de nuestro mandatario, los delincuentes abandonaron el lado oscuro. No fue necesario militarizar el país ni reclutar decenas de miles de jóvenes para enfrentar con abrazos a los narcos y sus cuernos de chivo. Muy sensible a los derechos humanos, el presidente supo desde el primer minuto de su mandato que la solución militar provocaría el derramamiento de sangre. Así, en vez de seguir incrementando la lista de miles de muertes por homicidio, el país se pacificó. Por ensalmo los extorsionadores, secuestradores, sicarios, tratantes de blancas, traficantes de humanos en la frontera, pornógrafos de infantes y ciberdelincuentes, al ver la bondad de nuestro mandatario, y para evitar que todos los días se desmañanara acudiendo a las tediosas reuniones de seguridad, depusieron sus armas, pidieron créditos a la palabra de seis mil pesos y ahora son boyantes microempresarios y gente de bien.

Vivo en un país libre bajo el gobierno sabio de nuestro presidente y guía moral. El día en que, por reparaciones en el Palacio, trasladaron las mañaneras a Catedral, a muy pocos les causó extrañeza que el licenciado se subiera al púlpito y desde ahí lanzara su sermón matutino. Poco a poco los fieles reporteros dejaron de hacer preguntas y recibieron a cambio su oblea trascendente. A través de los medios de comunicación, enlazados en una cadena santa, pudimos atestiguar cómo el pueblo, el Estado y el hijo mesiánico se fundían en una sola entidad, uno y trino, y México todo, sereno y pobre, era expulsado de la OCDE y aceptado en el reino de los cielos.

Así vivimos desde entonces. Libres de Pemex, porque quebró, y sin luz, porque a Bartlett se le cayó el sistema. Pero eso sí, felices, muy felices de vivir en Pejelandia.

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