La invasión de Vladimir Putin a Ucrania el año pasado se unió a la serie de choques que generó la pandemia de Covid-19 en 2020, incluyendo los estímulos masivos tanto monetarios como fiscales. 2023 no va a ser ajeno a estos choques. Si bien varios de éstos se han ido disipando –como las disrupciones a las cadenas globales de suministro–, o se han ido atajando –como la disminución de estímulos fiscales y monetarios–, el entorno global continúa siendo muy complejo. Los paradigmas con los que hemos vivido por más de treinta años enmarcados por estabilidad macroeconómica en los países desarrollados y una corriente de apertura económica y democrática a nivel global, han sufrido fuertes golpes en los últimos años. Lo peor de todo es que estos paradigmas eran parte de los pilares con los que se estimaba poder avanzar en la agenda estructural en temas de desigualdad, Estado de derecho y cambio climático.
En este sentido, la población que en muchos países clamaba por mayor igualdad social y económica antes de la pandemia, ha quedado en peores condiciones, sobre todo en el aspecto económico ante el fuerte choque inflacionario, sobre todo en energía y alimentos. Esto ha ocurrido a pesar de los esfuerzos de muchos gobiernos por tratar de compensar la pérdida de poder de compra vía subsidios, transferencias o aspectos regulatorios. Si bien los países en donde los gobiernos han instrumentado apoyo vía subsidios o transferencias han sido más exitosos que en donde se han aplicado medidas regulatorias o soluciones “por decreto”, el resultado final implica un retroceso en la agenda estructural y ha llegado a complicar el mismo combate de los desbalances. Así, hoy nos encontramos en un mundo con altas tasas de interés y todavía altas tasas de inflación, con el peor conflicto armado en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, una corriente globalizadora –que propició mayor crecimiento, menor inflación y disminución de la pobreza–, en jaque y gobiernos populistas con ideologías extremas y tendencias antidemocráticas, ganando elecciones. Así inició 2023.
El consenso de los economistas, tanto de los organismos multilaterales, como de las áreas de análisis de los bancos y otras instituciones a nivel global es que habrá una recesión global en 2023, impulsada por las políticas de restricción monetaria. No se pronostica una recesión profunda, pero sí una pérdida de impulso económico por varios meses (o inclusive trimestres), para que se regularice el fenómeno inflacionario. Más que llevar las tasas de interés a niveles muy altos, los bancos centrales de las principales economías desean terminar sus ciclos de alza de tasas pronto y dejar que la restricción monetaria acumulada actúe en la estructura económica, mientras que los choques de oferta se continúan disipando. Desde esta arista, los dos grandes riesgos que enfrenta la economía global en 2023 son: (1) Que la restricción monetaria que se anticipa hasta el momento no sea suficiente para paliar el fenómeno inflacionario y las autoridades monetarias tengan que continuar restringiendo aún más la política monetaria; y (2) que se desate un problema relevante en el sistema financiero. La combinación de menor crecimiento económico, con altos niveles de tasas de interés puede tornarse tóxica eventualmente para una gran cantidad de países y empresas que observan altos niveles de deuda –sobre todo externa–, y con cantidades relevantes de vencimientos en el corto plazo. Las dificultades que pueden surgir para llevar a cabo el pago de intereses o refinanciar deuda de estos países o empresas con altos niveles de deuda, pueden generar una espiral de falta de pago, pérdida de confianza y debilitar el sistema financiero, hasta un punto en el que se pueda generar una crisis. Este escenario se percibe con muy baja probabilidad, afortunadamente. Sin embargo, esta es una razón más para que quienes deciden la política monetaria a nivel global lo hagan con mucha cautela, a pesar de ser criticados por no actuar de manera tan decisiva.
Hasta el momento he pintado un panorama sombrío. Sin embargo, considero también imprescindible comentar aspectos positivos, tanto para el mundo, como para México, para tener un balance más claro de lo que este nuevo año plantea. Por un lado, el enemigo a vencer ya no es una pandemia de la que no teníamos claridad del impacto, como a inicios de 2020, sino es la inflación, que es un ‘viejo conocido’, tanto de las economías avanzadas, como de las emergentes, aunque en estas últimas, menos ‘viejo’. En este sentido, hay que enfatizar que sabemos cómo atajar el problema. Lo malo es que no todos quieren tomar la medicina –i.e. alza de tasas de interés– y en las dosis que se necesitan. Asimismo, van tantos años de no observar el problema en los países desarrollados, que no se sabe ni qué dosis utilizar de dicha medicina. Otro aspecto positivo es que las economías emergentes –incluyendo México–, actuaron de manera mucho más temprana y decisiva para atajar el fenómeno inflacionario y aunque en diferente medida, esto ha sido positivo para la estabilidad cambiaria. A su vez, la desglobalización del mundo generó la corriente de relocalización –también conocida como near, re, o friend shoring, que sin duda está beneficiando a México a pesar de que el beneficio podría ser significativamente mayor si se eliminaran los aspectos ideológicos de la administración actual en torno a la energía eléctrica. Finalmente, la conservadora postura fiscal de México, relativa a los demás países emergentes, así como la puesta a prueba de la fortaleza institucional de México, particularmente en el Poder Judicial, continuarán beneficiando a nuestro país.
* El autor es economista en jefe para Latinoamérica del banco Barclays y miembro del Comité de Fechado de Ciclos de la Economía de México.
Las opiniones que se expresan en esta columna son a título personal.