La devastación generada por el huracán Otis en el emblemático puerto de Acapulco ha atraído, por elementales y obvias razones, la atención nacional e internacional, concentrándose, particularmente, en los efectos físicos, en la infraestructura que daba vida a la actividad turística y, consecuentemente, a la actividad social de esa ciudad.
Los medios de comunicación han dado cuenta con abundancia de la crisis que se vive, de la precariedad y el desamparo en que se encuentra la población, tanto local como flotante, que quedó atrapada por el impacto en las vías de comunicación y en todo tipo de servicios que, como es natural en estos casos, rompen con la dinámica social cotidiana previa al embate del meteoro.
Pero el devastador evento, atípico según expertos, deja una secuela larga de experiencias y cuestionamientos sobre las medidas preventivas y de reacción que debieron, obligadamente, ser adoptadas, tomando en cuenta la naturaleza y ubicación geográfica de uno de los destinos turísticos más importantes del país.
Las imágenes que han sido ampliamente difundidas sugieren una zona de guerra, una destrucción total de inmuebles, particularmente de hoteles arrasados en sus paredes y habitaciones, lo que lleva a cuestionar la calidad de los materiales empleados en su construcción y, en consecuencia, la responsabilidad de las autoridades respectivas que habrían concedido los permisos y debieron realizar las inspecciones indispensables para su funcionamiento en condiciones seguras.
Resulta evidente, dado el desorden que se vive: rapiña, desabasto, inseguridad, etcétera. También holgadamente difundido, que las capacidades de atención y control de los tres órdenes de gobierno presentan serias vulnerabilidades y carencias no solo materiales sino organizacionales, de coordinación y de operación que limitan de manera determinante la reacción inmediata en las labores de auxilio.
Nuevamente, como en otros eventos catastróficos que hemos padecido, se acude a la solidaridad social, organizaciones civiles y grupos ciudadanos hacen promoción, forman colectivos, establecen centros de acopio, trasladan recursos y dispersan la ayuda tratando de satisfacer las necesidades mínimas indispensables de la población afectada y paliar en algo su sufrimiento, pero para ser eficaz, resulta indispensable evitar la anarquía que el loable altruismo puede producir si no se tiene un mínimo de planeación, organización y conducción de manera ordenada y sistémica.
Se requiere, en términos llanos, de la intervención de la mano invisible, cuya responsabilidad primordial e ineludible es la protección de la vida y propiedad del gobernado.
El clamor de la población damnificada es, en esta coyuntura crítica, el satisfacer sus necesidades de vida y protección. Pero aún viene lo más difícil y es todo un reto para el Estado, a tan solo un año del relevo, operar con eficacia la reconstrucción.
Ya veremos...
El autor es catedrático, analista político, consultor en estrategia, seguridad nacional y administración pública.