Gonzalo Hernandez Licona

Programas sociales

Hemos favorecido programas sociales que entregan apoyos monetarios y no hemos construido una política social que tenga como objetivo el acceso efectivo a los derechos.

A los políticos en general y las y los candidatos a puestos de elección popular en particular, les interesa más ganar votos que reducir la pobreza y la desigualdad. Por eso les fascina prometer y entregar personalmente programas sociales. La ventaja adicional es que no es su dinero.

Desde que en 1992 se crea la Sedesol nace con varios pecados originales. No sólo se construyó una secretaría fuerte para posicionar a un futuro candidato presidencial, Luis Donaldo Colosio; además, la lógica fue que desde ahí se apoyaría a la población en pobreza entregando programas sociales. A diferencia de otras secretarías que cuentan con instrumentos de política industrial, de política de empleo y de salarios, de política de crecimiento económico, de políticas de acceso a la justicia, el instrumento de la Sedesol fueron programas sociales. Adicionalmente, en la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, la única secretaría que tiene la función de combatir la pobreza es la Sedesol, hoy conocida como Secretaría del Bienestar —mañana tendrá otro nombre—; a ninguna otra secretaría, de acuerdo con la Ley, le corresponde esta tarea.

De esta manera, desde 1992, de manera explícita se considera que la pobreza se combate sólo desde la Sedesol, que debe ser con programas sociales y que eso es atractivo políticamente. Y de ahí pal’ real, en el imaginario colectivo, el instrumento de combate a la pobreza son los programas sociales.

Esa combinación ha sido letal, pues han aparecido programas sociales en todos lados —gobierno federal (incluso en secretarías que no son la Sedesol), estados, alcaldías— que van creciendo cada año, con poco análisis en general de cuál será el impacto en la pobreza y la desigualdad, pero siempre con la mente en los votos y con cargo al presupuesto. Le venimos manejando, desde 1992, programas para criar gallinas, para criar conejos, para fiestas de XV años, para adultos mayores, para mujeres no tan mayores, para jóvenes en su transición al trabajo, becas, apoyo a la discapacidad, apoyo porque el precio de la piña cayó 3 por ciento, apoyo parar subsidiar la gasolina y el diesel en el campo, para fomentar al borrego cimarrón, etc., etc. En casi todos estos programas se puede encontrar la foto de algún político entregando los recursos, más o menos bien peinado.

Entre 2006 y 2022 se han gastado más o menos 18 billones de pesos en programas sociales. En ese periodo, la pobreza (medida con ingreso) pasó de 42.7 por ciento a 43.5 por ciento. Esto quiere decir que hay muchas otras cosas que afectan a la pobreza y que no les hemos hecho tanto caso, quizá porque no ganan tantos votos en lo inmediato. La pobreza es un reflejo de muchas cosas que van mal en la economía y en la sociedad: falta de crecimiento económico, de creación de empleos, de mejores salarios y productividad, falta de inversión, inseguridad, falta de cobertura y calidad educativa y en los servicios de salud, la existencia de discriminación y exclusiones, un sistema de impartición de justicia que favorece a ricos y poderosos. La pobreza bajaría sostenidamente si pudiéramos mejorar todo esto, pero casi nada de ello le corresponde a la Sedesol/Bienestar.

¿Los programas sociales no tienen sentido entonces? Los programas sociales tienen sentido cuando mejoran la liquidez de personas en pobreza, cuando apoyan la mejora de capacidades básicas de la población, cuando en su conjunto ayudan a construir un sistema de protección social amplio, eficiente, justo e interconectado, cuando fomentan la economía individual y social, cuando tienen una buena focalización (aun en medio de apoyos universales), cuando ayudan a insertarse a un mejor trabajo, cuando es claro de dónde se van a financiar, cuando se evalúa que los programas sociales están cumpliendo estos objetivos.

Hemos favorecido programas sociales que entregan apoyos monetarios y no hemos construido una política social que tenga como objetivo el acceso efectivo a los derechos, para eventualmente tener una mayor igualdad de oportunidades. El acceso efectivo implica que haya apoyos monetarios para acceder a los derechos, pero se nos ha olvidado invertir en la disponibilidad y en la calidad de los servicios, es decir, en el acceso completo a los derechos. Salud y educación son buenos ejemplos.

Hoy, mientras lees el artículo, las y los candidatos prometen más apoyos monetarios directos para población de 65, 60, 58, 40, 25 años y más, salarios rosas, apoyos verdes, amarillos, morados, sin saber de dónde saldrá la lana y con miras electorales. A ver si algún día se acuerdan de reducir la pobreza y la desigualdad de manera efectiva. A ver.

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