México no escapa a las difíciles condiciones que pesan sobre América Latina, región que acumula fuertes tensiones sociales e incertidumbre política, y que en algunos países han llevado a sangrientos enfrentamientos entre manifestantes y gobiernos represivos.
Somos la región más golpeada por la pandemia, con cuatro veces más contagios que la media, una crisis sanitaria que vino a agravar la persistente precariedad de la economía regional y la consecuente descomposición de la vida cotidiana, sobre todo de clases medias bajas.
Gobiernos y empresariado -destacadamente en México- han dejado caer el nivel de inversiones durante décadas y con ello, la productividad laboral que ahora hace casi imposible una recuperación económica sostenible más allá del rebote que este año provocará el aumento de precios de las materias primas.
De cualquier manera, el rebote no alcanzará a poner este año el PIB de ninguno de los países al nivel de 2019 y el que más importa, que es el PIB per cápita, será mucho menor que hace dos años. El empobrecimiento social es general.
La situación es semejante en casi toda América Latina, región agitada por el descontento y las manifestaciones sociales, que se hacen notorias cuando se pierden vidas al enfrentarse a gobiernos represivos.
Desde 2018 y al año siguiente, hubo intensas manifestaciones sociales en Chile, Ecuador, Colombia, Brasil, Venezuela, Nicaragua, Guatemala y Honduras que apaciguó el confinamiento por la pandemia, pero que con seguridad volverán con mayor ímpetu. Ya lo estamos viendo en Colombia, donde las manifestaciones callejeras han costado este año decenas de vidas a manos de la policía, y en Chile, donde también hubo muertos en 2019, y en Nicaragua, donde se habla de cientos de fallecimientos y represión de los opositores al gobierno de Ortega.
En México, la pandemia y la paralización económica también han acentuado los problemas económicos y sociales del país, y hay agitación social visible en actos masivos de ataque a instalaciones públicas, o para hacer justicia por mano propia, o bloquear vías de comunicación por los más diversos motivos y, sin embargo, no se ve en el horizonte que la agitación social vaya a convertirse en una crisis política.
¿Qué se necesita para que la agitación social degenere en enfrentamientos sangrientos, como las que han vivido Colombia y Chile, por ejemplo?
Lo primero, es que el empobrecimiento de la mayoría sea evidente, inocultable y se vuelva intolerable, a lo que la pandemia y la parálisis económica han contribuido aumentando profundamente desigualdades y pobreza, igual en México que en todo el continente.
Segundo, que las clases medias consideren que algo va muy mal y que tiene que cambiar; en Chile, por ejemplo, fue evidente desde que empezaron las manifestaciones en 2019, que los sectores medios temían por su futuro agobiados por deudas y servicios básicos de salud y educación que fueron privatizados, y a los que pocos tienen acceso.
Tercera condición de una crisis política es que ante las protestas sociales razonables y sentidas, las respuestas de las autoridades se perciban abusivas, injustas e insensibles; uno de los lemas de las protestas sociales contra la oligarquía y el gobierno de Sebastian Piñera en Chile es “hasta que la dignidad sea costumbre”. El presidente Iván Duque, de Colombia, incurrió en déficit fiscal para apoyar a las empresas ante la pandemia, y los empleados y trabajadores a los que pretendió elevarles los impuestos para cubrirlo, protestaron contra la injusticia.
Cuarta condición es el surgimiento de un liderazgo político -escindido de las élites al fracturarse su unidad- que sea capaz de convertir la inconformidad social en un proyecto alternativo.
La primera de tales situaciones es visible en México; los sectores de clase media alta se consideran antiobradoristas; los movimientos feministas y varias organizaciones civiles seguramente consideran insensible a AMLO, lo cual no representa un desafío grave para el gobierno; aunque parezca lejana la posibilidad de una crisis política en México, hay dos riesgos que pueden crecer.
Uno es que el gobierno de López Obrador fracase en mantener las expectativas de mejoría que ha despertado en los sectores más pobres, las cuales están sostenidas hasta ahora en transferencias de dinero en mano que recibe por lo menos un miembro del 60 o más por ciento de las familias mexicanas, pero que no establecen bases para cambiar las condiciones que causan la pobreza.
El otro riesgo de inestabilidad social y gobernabilidad es una oposición cuyo único proyecto es hacer fracasar al gobierno; es oposición porque se le ha restado poder político, pero no económico con el que mantiene gran capacidad de influencia en la opinión y la conducta social, como lo vimos en los resultados electorales del 6 de junio en las grandes urbes del país.