Está en proceso un cambio de régimen que haría diferencias con el sentido o propósito con que se ha ejercido el poder político en México; se han dado pasos en ese sentido, aunque es pronto para asegurar que el proceso llegará a culminar en sus propósitos.
Lo que sí puede asegurarse es que el gobierno de López Obrador sigue tendencias internacionales que buscan tanto el fortalecimiento del Estado como de sus responsabilidades con el bienestar social.
Esos dos propósitos de cambio político están en consonancia con las tendencias europeas y sin duda, con las del gobierno estadounidense de Joe Biden; es el retorno del péndulo de los excesos del neoliberalismo al reconocimiento de que no se puede confiar el progreso integral de la sociedad solamente a los mercados.
El gobierno de AMLO no va más allá. El desarrollismo económico que plantea es el de un capitalismo plenamente integrado a la economía estadounidense. La diferencia con el pasado inmediato es que el énfasis no está puesto en facilitar a las grandes empresas privadas un crecimiento extraordinario, sino en programas orientados al bienestar de sectores vulnerables y siempre olvidados.
Los cambios que permitan elevar la responsabilidad social del Estado confrontan el sentido último que perseguían los gobiernos anteriores, y que era el de concentrar beneficios en las élites de poder económico y político.
Esa complicidad ilegítima entre algunos grupos de poder económico, a los que con frecuencia alude el presidente en sus mañaneras, y autoridades de los gobiernos antecesores, pudo ser legal casi siempre porque en el colmo del autoritarismo, se reformaron preceptos de la Constitución y decenas de leyes secundarias para que la corrupción pareciera legal, como sucedió con la reforma energética, e inclusive se suavizaron las sanciones que llegaran aplicarse.
Por eso la Constitución -opina Diego Valadés, distinguido constitucionalista-, que “fue la expresión de los ideales populares, ahora es la expresión de los intereses cupulares”, y no lo es sólo de agentes nacionales, sino de los capitales extranjeros con los que la oligarquía se asoció para ganar -con contratos leoninos- en minería, energía, bancos, carreteras y cualquier actividad estratégica.
Un cambio de régimen es económico, legal y político, y la premisa del fortalecimiento del Estado implica, por un lado, deshacer muy poderosos intereses para que el poder público recupere márgenes de acción.
Implica, también, asumir que para que una política de transformación funcione y tenga poder efectivo, debe tener el apoyo de un cuerpo administrativo que sea suficientemente leal y competente para cumplir con el cambio de prioridades de la política pública y sus responsabilidades sociales.
Es en este punto neurálgico donde a simpatizantes y detractores del gobierno les es difícil ver en el avance de los cambios institucionales, más eficacia y menos corrupción; se percibe buenas intenciones y mayor centralización de las decisiones, pero se requiere un gabinete que esté a la altura, y un sistema de partidos políticos con plataformas y programas claramente definidos para elevar las posibilidades de que el fortalecimiento del Estado no sea el nada más el del Poder Ejecutivo sobre el Legislativo, el Judicial y el federalismo, que es la experiencia histórica y muy contemporánea del presidencialismo en México.