La maraña de problemas interrelacionados en la que está enredado el mundo no tiene solución en la mera promoción del crecimiento del PIB, con la que están obsesionados los gobiernos. Estamos atrapados entre fenómenos meteorológicos extremos, pandemias, guerras (el papa Francisco considera que ya está en curso la tercera guerra mundial), una caída de la economía mundial entre 2020 y 2021 que fue la mayor desde 1929, una inflación acelerada, una concentración obscena de la riqueza y un gran descontento de las sociedades cargado de ansiedad, desasosiego, frustración y enojo que divide y confronta en bandos polares a la gente y a los gobiernos en muchos países.
La obsesión de los gobiernos es recuperar su PIB, indicador pobre que sólo da cuenta del valor de mercado de los intercambios mercantiles y deja fuera cualquier consideración sobre la distribución del ingreso, la calidad de vida o la sustentabilidad ambiental de las actividades humanas.
El PIB como expresión del éxito o fracaso en el camino del progreso, es el rostro de la modernización neoliberal que consiguió ‘despolitizar’ la dimensión social de la economía para privilegiar el cuidado de los márgenes de ganancia y centrar el crecimiento en la globalización y en las implacables reglas del mercado, que aplican indiscriminadamente a corporaciones, empresas de todo tamaño y actividad, y a cada persona.
Es evidente le necesidad de cambios, pero, ¿qué tan profundos podrían ser? Expertos y gobiernos están de acuerdo en que es necesaria una revisión a fondo de la situación, pero los dividen las cuestiones sobre el propósito y el alcance que deberían tener los cambios.
El criterio dominante en Europa y en general en los países ricos, es que hay que hacer ajustes y correcciones para que todo siga más o menos igual, sobre el falso supuesto de que lo que falla es la operación del sistema, no el neoliberalismo que gobierna desde hace 40 años.
Otro enfoque es el que ha trabajado el grupo de expertos del G7 (Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Francia, Italia, Canadá y Japón) sobre resiliencia económica, que suscribió el «Consenso de Cornwall» que “exige una relación radicalmente distinta entre los sectores público y privado para crear una economía sostenible, equitativa y resiliente”.
La propuesta -con muchas dificultades para avanzar ante la resistencia de los beneficiarios del sistema vigente- es actualizar la relación entre el interés privado, hoy por hoy prevaleciente de manera aplastante sobre el interés colectivo, para establecer un nuevo equilibrio que revalore la seguridad y el bienestar social que dejaron de atender hace décadas casi todos los gobiernos de países ricos y de menor desarrollo como el nuestro.
A nadie debe extrañar la inestabilidad social en tantos países, manifiesta desde hace varios años en protestas callejeras y más recientemente en polarización de la sociedad ante radicalismos de políticos que buscan apoyo popular, como los que vemos lo mismo en Estados Unidos con el trumpismo, que sigue vivo, que en Alemania, Francia o Italia, y en América Latina.
Cuando ya no es la sociedad sino el mercado el que debe ofrecer certezas a los ciudadanos en aspectos que dan sustancia al pacto social, como la estabilidad laboral, la cobertura ante riesgos imprevistos como los relativos a la salud y un orden en el que prevalezca la seguridad y la paz social, los principios de convivencia se reducen a competir unos contra otros conforme a las reglas mercantiles, favorables al más fuerte. Surgen los abusos y los excesos y se olvidan las normas a las que están obligados los individuos en su trato con los demás.
La crisis que atravesamos es mundial y no sólo es económica, sino que cubre formas de nuestra existencia por la pérdida de certezas, seguridad y confianza en el modo en que nos relacionamos entre los ciudadanos y nosotros con las autoridades; es una crisis general de la gubernamentalidad neoliberal que exige un nuevo pacto social que establezca hasta dónde el interés colectivo puede prevalecer sobre el interés privado e inclusive, individual.