Jay Powell, presidente de la Reserva Federal de EU, ratificó su política monetaria restrictiva al dar el discurso inaugural en el simposio anual para banqueros centrales en Jackson Hole, Wyoming, el 26 de agosto pasado; es decir, las tasas seguirán al alza, los mercados de valores a la baja y las principales economías a paso lento, si no es que negativo.
Powell no dejó de reconocer que “si bien las tasas de interés más altas, el crecimiento más lento y las condiciones del mercado laboral más suaves reducirán la inflación, también traerán algunos problemas a los hogares y las empresas”; todo en aras de bajar la inflación a 2 por ciento anual, lo que se lograría volviendo a equilibrar la oferta de bienes y servicios con la demanda solvente en los mercados.
La estrategia monetaria actual consiste en reducir la solvencia o capacidad de compra de los consumidores y de los inversionistas, lo que además de representar “algunos problemas a los hogares”, reduce la posibilidad de superar los rezagos de la oferta, que sería la fórmula más eficaz para conseguir los equilibrios de mercado.
Y es que el mandato y responsabilidad única de los bancos centrales «autónomos» es lograr una inflación baja y estable; en el radar de esas instituciones no aparecen las dificultades que haya en el ámbito productivo o mercantil, sólo la cantidad de dinero en circulación, y si lo consideran excesivo, como ahora, a causa de los apoyos fiscales a familias y empresas que derramaron muchos gobiernos durante la crisis sanitaria y reclusión que provocó el Covid, sólo pueden cumplir su mandato encareciendo la base de referencia de los créditos al consumo y a las inversiones que ofrece la banca comercial.
Sin embargo, la inflación no será del todo controlada porque el problema mayor consiste en la incapacidad de la producción capitalista para satisfacer la demanda, capacidad que no se ha recuperado plenamente desde la crisis de 2008 ni de la provocada por la pandemia.
De hecho, los índices de crecimiento de la producción perdieron dinamismo desde la década de 1980 del siglo pasado como resultado del declive de las inversiones productivas, resultado a su vez de menores tasas de ganancia, fenómeno que desató una feroz competencia por apropiarse de utilidades, de la que salieron fortalecidas las grandes corporaciones y millones de empresas se fusionaron a las corporaciones o simplemente desaparecieron.
La «autonomía» y estrecha mira de los bancos centrales pertenece a la lógica neoliberal, cuyo propósito fue vaciar de contenido económico la democracia, es decir, poner las decisiones económicas importantes fuera del alcance del Estado y particularmente, de los poderes Legislativo y Ejecutivo. “La pieza clave del nuevo orden es, por supuesto, la autonomía de los bancos centrales”, dice Fernando Escalante Gonzalbo en su Historia mínima del Neoliberalismo, “porque eso deja a los gobiernos sin la posibilidad de decidir nada en lo que respecta a la política monetaria y le confiere a los bancos centrales, como es lógico, la capacidad para neutralizar, corregir o contrarrestar casi cualquier decisión de política económica”.
En efecto, los bancos centrales, incluyendo el de México, han operado, junto con otros organismos como el FMI y el Banco Mundial, para impedir las políticas de fomento económico, la economía mixta, el estado de bienestar y los servicios públicos de calidad.