Contracorriente

Transgénicos contaminantes

Detrás del propósito del gobierno mexicano de regular el uso del maíz transgénico y de su venenoso acompañante, el glifosato, hay varios argumentos.

Estados Unidos exige que el gobierno de México respalde con argumentos científicos su decreto con el que pretende regular el uso del maíz transgénico y prohibir el del glifosato. El jefe de comercio agrícola de la Representante Comercial de Estados Unidos, Doug McKalip, declaró que había dado hasta el 14 de febrero pasado como plazo para que el gobierno de México expusiera esos argumentos.

Un día antes del fin del plazo, el 13 de febrero, el gobierno de México emitió un nuevo decreto -ya descafeinado- que sustituye al de diciembre de 2020; se mantiene la prohibición de siembra y liberación al ambiente de maíz transgénico (único punto importante), así como su uso en la elaboración de masa y tortillas, las cuales no se hacen con maíz importado sino blanco, del que México es autosuficiente.

El nuevo decreto autoriza el uso de maíz transgénico para alimentación animal y para la agroindustria alimentaria de consumo humano, como si así no hiciera daño.

El caso es que nada de lo previsto en el nuevo decreto modifica la importación de 17 millones de toneladas de maíz amarillo de cada año en promedio a pesar de lo cual, el secretario de agricultura de Estados Unidos, Tom Vilsack, también conocido en Estados Unidos como ‘Mr. Monsanto’, la empresa propietaria de las patentes de maíz transgénico y del herbicida glifosato, manifestó su “decepción” por el nuevo decreto.

Detrás del propósito del gobierno mexicano de regular el uso del maíz transgénico y de su venenoso acompañante, el glifosato, hay varios argumentos; uno es que si falta evidencia contundente sobre el daño a la salud de su consumo, también falta tiempo para probar su inocuidad, como lo ha asumido parte de Europa, donde está prohibido su uso.

Otro argumento podría ser que no toda tecnología es útil en cualquier contexto; las tecnologías desarrolladas en las economías avanzadas pueden causar efectos adversos en países o sectores de bajos ingresos. También puede haber desajustes serios dentro del país si se pretende generalizar el uso de las tecnologías que son útiles en los sectores avanzados.

Es precisamente el caso de la agricultura altamente tecnificada que utiliza semillas genéticamente modificadas, como el maíz; la principal característica de esas semillas es su resistencia al glifosato; ni aumenta rendimientos ni eleva el precio de la cosecha, pero la aplicación de ese herbicida, aunque riesgosa para la salud, abarata el control de hierbas en la siembra de enormes extensiones, pero no en predios de hasta cinco hectáreas, como es el 81 por ciento de las parcelas de nuestra estructura agraria.

Finalmente, el riesgo más importante sería el de usar el maíz transgénico para siembra en la agricultura más tecnificada del norte del país, porque sería prácticamente inevitable la contaminación, en otras regiones, de más de cincuenta variedades de maíces nativos, de los que depende 73 por ciento de las unidades agrícolas de México.

La mayoría de las unidades campesinas del país no son empresariales ni son de grandes extensiones; 22 por ciento son de subsistencia, 50 por ciento ofrecen ocasionalmente algo de su producción en los mercados y 8 por ciento lo hace regularmente con limitaciones.

La actividad de esas unidades agrícolas se basa en la diversidad genética de maíces adaptados naturalmente a las distintas condiciones ambientales del territorio que, de contaminarse y perderse, además de la responsabilidad del país por la extinción de ese germoplasma, originado en nuestro territorio hace unos seis mil años, se perdería el insumo básico del que depende la seguridad alimentaria de casi cuatro millones de familias campesinas.

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