El papa Francisco presentó esta semana la exhortación apostólica Laudate Deum, continuación de su llamada “encíclica verde”, Laudato si, publicada hace ocho años, en la que hacía ver la urgencia de decrecer en actividades económicas basadas en la quema de hidrocarburos.
Por su parte, António Guterres, secretario general de la ONU, también ha hecho declaraciones recientes en tono alarmado por las condiciones evidentes y el empeoramiento en marcha del calentamiento global.
Una abrumadora mayoría de científicos especializados en clima ofrece datos que dejan ver que el calentamiento sigue imparable; la emisión de gases de efecto invernadero crece año con año, como el termómetro de la temperatura planetaria. En doscientos años, desde el inicio de la Revolución Industrial a mediados del siglo XIX, la temperatura media se ha elevado 1.2 grados, pero más de la mitad de esa alza ha ocurrido durante los últimos 50 años, cuando el agravamiento comenzó a acelerarse.
Los fenómenos extremos de los que hemos sido testigos en años muy recientes -períodos frecuentes de calor inusual, sequías e inundaciones que ya han obligado a millones de habitantes del planeta a emigrar- se deben al aumento de la temperatura media de la Tierra de apenas 1.2 grados. Inimaginable lo que sería el ambiente terrenal con 2.4 grados más de calor, que es a lo que llegaremos a fin de siglo si los intereses económicos siguen imponiendo la inacción política.
El Papa no invoca otro milagro que la acción internacional concertada, tanto para evitar que el planeta llegue pronto a ser inhabitable como para adaptarnos a lo que ya es irreversible, que es el aumento a 1.5 grados de la temperatura media planetaria.
El problema, dice el Papa, es que “las negociaciones internacionales no pueden avanzar significativamente por las posiciones de los países que privilegian sus intereses nacionales sobre el bien común global”. A diferencia de Guterres, el Papa relaciona, en tono de denuncia, la inacción política con la imposición de intereses nacionales, preeminentemente económicos.
Guterres coincidiría con el Papa en que el petróleo, el carbón y el gas se deben dejar “bajo tierra, donde deben estar”, pero en vez de ver la imposición de intereses nacionales como un obstáculo que hay que denunciar, considera que las soluciones deben traducirse en ganancias para el sector privado, responsable de “impulsar decisivamente las inversiones en energías renovables”.
Ni los más pobres ni los muy ricos tienen escapatoria; la lógica implacable del capitalismo impone la condición, para salvarnos de los 2.4 grados o más de calor adicional, que los gobiernos acudan a las conferencias sobre el clima con la renovada idea de fomentar, de manera franca y alentadora, alianzas público-privadas transnacionales.
De hecho, se espera un cambio de enfoque en la COP28, vigésima octava conferencia anual de la ONU en materia climática, que se celebrará en noviembre y diciembre próximos en Dubái; se espera que predominen las propuestas pensadas en términos de mercado, considerando que la solución para evitar el desastre climático es crear inversiones que sean rentables.
Ni el humanismo papal ni el pragmatismo del secretario general de la ONU, que llevan años en sus respectivas posiciones, han conseguido que el poder económico industrial o el financiero, comercial y tecnológico se hayan interesado decididamente en invertir en fuentes de energía limpias, a las que en la actualidad sólo se destina un 4 por ciento de lo que se sigue invirtiendo en la exploración y extracción de hidrocarburos.
A ese paso nos va a alcanzar la catástrofe ambiental.