Contracorriente

Qué vamos a comer II

Por condiciones climáticas, entre enero y mayo de 2024 la superficie sembrada de maíz, trigo, sorgo, soya, arroz y frijol fue 8.9% menor que el año pasado.

Ya es evidente que los mercados no frenarán el calentamiento planetario; como argumenta Brett Christophers en su libro The Price is Wrong: Why Capitalism Won’t Save the Planet, la electricidad generada por energías renovables no es una inversión atractiva: “lo que importa son las utilidades”. Los rendimientos que buscan los inversionistas potenciales en esa rama, hacen que el bienestar de los seres humanos y de todas las especies parezca irrelevante.

Por otro lado, las confrontaciones internacionales (derivadas de la que sostienen EU y China por imponer su hegemonía), hacen casi inconcebible que surja la cooperación global indispensable para detener el alza de la temperatura planetaria en 2°C (ya no en 1.5°C como se pretendía en la primera COP, en 1995).

Así las cosas, cada país tendrá que hacer sus propios esfuerzos para adaptarse a los efectos más perniciosos del cambio climático y tratar de mitigarlos; México no tiene mucho qué hacer en materia fiscal, imponiendo altos impuestos al carbono porque no es un gran emisor, o subsidiando el desarrollo de tecnologías limpias que aquí no se hace.

Pero sí puede hacer mucho para proteger la producción de alimentos básicos, abriendo tierras al cultivo en regiones como la del sur-sureste, que no serán afectadas por sequías como si lo están siendo las del norte de nuestro territorio desde 2015.

Por inciertos que sean los modelos con que se pretende anticipar el comportamiento del calentamiento planetario, la mayoría coincide en que el norte de México es de las regiones más vulnerables.

Sostiene el Grupo Consultor de Mercados Agrícolas (GCMA), que dirige Juan Carlos Anaya, que las 11 presas de Sinaloa están al 11.5 por ciento (la mitad que en 2023), las de Sonora al 11 por ciento (a la cuarta parte) y las de Jalisco al 44 por ciento en vez del 69 por ciento de hace un año; esos son los tres estados más importantes del ciclo agrícola otoño-invierno que debe empezar a sembrarse en octubre próximo, pero no ocurrirá si no llueve en Durango para que llegue agua a las presas de Sinaloa y en Chihuahua que surte las de Sonora.

Sin la siembra en ese ciclo en esos estados, dejaría de cosecharse el 40 por ciento del maíz blanco que consumimos en México; de hecho, entre enero y mayo de 2024, por condiciones climáticas y en comparación con los mismos meses del año pasado, la superficie sembrada de maíz, trigo, sorgo, soya, arroz y frijol fue 8.9 por ciento menor que el año pasado, pero los rendimientos bajaron 19.1 por ciento según el GCMA.

Las importaciones de esos alimentos tuvieron que aumentar 19.6 por ciento en los primeros cinco meses de este año con respecto al mismo periodo de 2023 y lo seguirán haciendo, con el riesgo creciente de que los países que nos los venden también serán afectados por el cambio climático, lo que hará que los precios internacionales se vayan a las nubes.

Nada desestabiliza más a una sociedad y a su gobierno que la escasez y carestía de los alimentos.

Hace décadas que el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales Agrícolas y Pesqueras (INIFAP) ha realizado investigaciones que prueban que en el sur-sureste del país hay agua suficiente para regar al menos tres millones de hectáreas y elevar con ello la producción de maíz (y seguramente de otros granos y oleaginosas) por encima del actual consumo nacional.

Lo decíamos aquí la semana pasada: en los estados de Guerrero, Oaxaca, Chiapas, Quintana Roo, Yucatán, Campeche, Tabasco y Veracruz se cultivan unos dos millones de hectáreas de maíz de temporal con bajos rendimientos y sólo en el ciclo primavera verano; permanecen ociosas entre octubre y marzo. Si se dotara de riego a un millón de esas hectáreas, se sembrarían dos veces al año con buenos rendimientos de ocho toneladas de maíz por hectárea.

Otros ocho a 12 millones de hectáreas se utilizan exclusivamente en ganadería extensiva en esa región, pero deberían tener uso agropecuario integrado. Más de dos millones de hectáreas de esas tierras podrían irrigarse fácilmente con agua del sistema Usumacinta-Grijalva.

Hace décadas que el INIFAP insiste en dotar de infraestructura hidroagrícola a esas tierras, con lo que México quedaría protegido contra el mayor desastre que puede sufrir una nación, que es la escasez y encarecimiento de alimentos básicos.

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