No hay reunión de más de dos mexicanos en la que no se hable de la inseguridad pública prevaleciente, pero casi siempre se trata el tema como un problema nacional, como algo distintivo del México de hoy; cuando, en realidad, el crimen organizado constituye una amenaza creciente, y muy severa para la paz, la seguridad, los derechos humanos, la estabilidad social, política, económica y hasta ambiental alrededor del mundo entero.
No es que debamos consolarnos con aquello del mal de muchos, es que tampoco debemos sentirnos como víctimas por causas propias de ese flagelo, o responsables de no haber evitado la corrupción de autoridades que lo propiciaron; sí, el crimen organizado no habría prosperado en México ni lo estaría haciendo alrededor del mundo sin la complicidad de autoridades en cada país, pero en el dinamismo reciente de este inmenso negocio intervienen otros factores, como la globalización, la digitalización, las tensiones geopolíticas y las desigualdades.
El tamaño que alcanza el crimen organizado transnacional, dice Robert Muggah, cofundador del Instituto Igarapé, dedicado a investigar y formular políticas públicas y corporativas de seguridad, hace que esté en la mayoría de las ciudades, vecindarios y hogares de 80 por ciento de la población mundial. (Project Syndicate, Confronting the Organized Crime Pandemic, 02/07/2024)
Imagine usted que la delincuencia transnacional movió unos 4 millones de millones de dólares el año pasado, más del doble del PIB de México, que fue de 1.8 millones de millones de dólares.
Es decir, el dinero que esa delincuencia mueve con drogas, extorsiones, falsificaciones, trata de personas, delitos cibernéticos, ambientales, tráfico de armas y otros ilícitos supera más de dos veces a la riqueza que produce el trabajo de 60 millones de mexicanos.
Y no obstante, aunque están en todas partes, las organizaciones criminales parecen internacionalmente invisibles porque, a pesar de que representan un problema global, según el Igarapé, no hay ninguna coordinación entre gobiernos para combatirlas integralmente; ciertamente, una estrategia que no sea sistémica y coherente desde las causas hasta el lavado de las ganancias, sólo lleva a violencia, muerte y desgaste de las instituciones, de las leyes y de la convivencia social, como ha sucedido en México desde el sexenio de Felipe Calderón.
A pesar de su gravedad, apenas en 2023 el Consejo de Seguridad de la ONU consideró la amenaza de las organizaciones criminales transnacionales como una alta prioridad, lo que pudiera significar que en algún momento futuro dará lugar a la elaboración de una estrategia común a seguir por todos los Estados miembros.
Mientras tanto, el crimen transnacional “se está infiltrando en instituciones públicas y empresas privadas” en naciones ricas y pobres; la Unión Europea estima que dos tercios de los países tienen problemas “graves” con la corrupción vinculada a la delincuencia.
En Estados Unidos, más de 30 millones de drogadictos (iniciados, muchos de ellos por el consumo de fármacos legales) encuentran con facilidad lo que necesitan y también las ganancias del trasiego se lavan con bajo riesgo.
Hay en los grandes centros financieros del mundo un “entrelazamiento entre actividades legales e ilícitas mediante transferencias financieras clandestinas y empresas legítimas”, dice el Igarapé; la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito estima que entre 2 por ciento y 5 por ciento del PIB mundial se blanquea cada año.
Por razonable que sea el argumento de legalizar el consumo de algunas drogas con controles sanitarios, el valor del negocio ilícito impide que se adopte.
Según Muggah, la reciente expansión y diversificación del crimen organizado responde a tres grandes tendencias: la globalización que facilitó desregulando los flujos transfronterizos de bienes y servicios, inversiones, personas e información; la digitalización, que ayuda a llegar a nuevos clientes y víctimas a bajos costos, y facilita al lavado de las ganancias; y el aumento de las tensiones geopolíticas y la polarización política interna que “están distrayendo a los gobiernos de un enfoque integral para combatir el crimen organizado transnacional”.
Menciona también los abismos de desigualdad internacional y en cada país que ha generado el neoliberalismo como otro factor que favorece el auge de las organizaciones criminales al elevar las tensiones sociales y políticas, socavar el Estado de derecho y dar lugar a la corrupción.
Todo eso ha pasado en México, donde se estima que el trasiego de drogas deja alrededor de 33 mil millones de dólares cada año; lo más grave del caso es que la solución a la descomposición que representa la delincuencia organizada no radica en México ni en ningún país en particular, y no hay voluntad entre los gobiernos poderosos por encabezar una estrategia internacional contra el flagelo.